jueves, 27 de noviembre de 2008

El día que me volví mar


LLego a la arena sin darme cuenta de lo importante que será este momento.

Veo el mar, azul y verde, olas que llegan solas, impulsadas por alguna tormenta extraña.

Todo está en su lugar, tengo que buscar el mío.

No tengo apuro, voy al paso que debo ir, el encuentro es seguro.

Antes de dejar la Tierra, miro hacia atrás, el paisaje saluda, última brisa de amor.

Estoy lleno de energía, los pies no se marcan en la arena y despacio dejo una estela en el aire para tocar el mar.

La música de las olas no es ninguna canción. Son todas.

Puedo sentir las melodías que llevo dentro transformarse, crecer conmigo.

Estoy en el agua, soy parte y componente.

Vuelo en la espuma, duermo en el silencio de la corriente, soy capaz de sentir, liberado, acordes de eternidad.

martes, 7 de octubre de 2008

El caminante

Caminó unos pasos, se detuvo. Entró a una tienda de baratijas y compró un par de candelabros. No los iba a usar, pero importaba un demonio. Siguió, intrascendente, calle abajo, tropezando ocasionalmente con las baldosas sueltas, sin que nadie lo notara. Pensaba en las noticias y en la lluvia que llegaría por la noche. Era mediodía y hacía calor, un sol radiante y espectacular para el turismo. Sin querer esbozó una sonrisa: el mal tiempo igualaba los tantos. Sí, mañana nadie iría a la playa. Colocó las bolsas contra la pared de un negocio decadente de pizzas. Secó con un pañuelo el sudor de la frente. Aún queda un largo trecho hasta casa, pensó.

Recuperó el aliento, pero antes de dar el primer paso miró con insistencia a una mujer vestida de rojo, muy atractiva. Ella no devolvió la mirada, siguió caminando con su cartera pegada al cuerpo, maquillada y lista para ir a un lugar importante. Sintió un hueco en el estómago, quería comer algo pero no sabía qué. Esto lo molestó sobremanera. Decidió esperar. Si el tiempo volviera hacia atrás, tal vez podría llamar a alguien. Ahora no, ahora estaba solo, y tampoco tenía ganas de hablar con nadie.

Un profundo olor a basura removió cualquier pensamiento pasajero. El perfume urbano llegaba desde el callejón Saturno. Pudo ver a dos mendigos luchando por un envase de plástico. Desagradable imagen. Giró la vista a la izquierda y un gran convertible desfiló como en una película. ¿El conductor sería feliz? Debía dejar de mirar tanto a los demás y pensar más en él. La vida era un desastre, todo era tan común, tan enfocado y real. Inesperadamente, recordó un chiste viejo y se rió en soledad, mientras cruzaba una avenida importante.

Ya faltaba menos. Frenó y colocó un cigarro en la boca. Tuvo que cargar las dos bolsas con una sola mano. Pidió fuego a un taxista que esperaba un viaje. Le devolvió el encendedor sin decir gracias. Al taxista no le importó. Cruzó al trote unos semáforos en rojo y le tocaron bocina desde una camioneta de escolares. Levantó la mirada y un niño de no más de nueve años le hizo el signo de fuck you, mientras otros compañeritos se reían. Tres cuadras más para llegar. Las hizo en paz, con la mente en blanco. 1434, primer piso, miró hacia arriba a la persiana entrecerrada, gris. Sintió el olor aburrido y el calor bochornoso del hogar.

Quiso entrar, no pudo. De todas formas, ¿qué rayos haría en la casa? Saludó al portero, un miserable jubilado llamado Carlos. Caminó una cuadra, dos, se perdió entre la gente, mientras un atardecer anaranjado derretía el cemento de la ciudad. El hambre se había ido. Recordó..., sí, mañana llovería, mañana nadie iría a la playa. Y por un instante se sintió mejor , bajo el ala inmunda del egoísmo.

miércoles, 1 de octubre de 2008

El duelo

Bajo la luna reposa un búho en un conjunto de árboles. La luz es intensa, de una claridad reveladora, y los ojos del ave brillan con suspicacia. Se escuchan pasos acelerados. El campo está en silencio y cada sonido es perceptible.
Desde lejos llega la silueta de un hombre grande, cuyos rasgos faciales permanecen indefinidos en la distancia. Se acerca rápido, con un trote desesperado, y cierto jadeo que rompe la calma nocturna. En lo alto del ciprés, la cabeza del animal gira casi de forma irreal, vigilando, siempre expectante.

Desempaca un bolso con rapidez y comienza a cavar un foso con las manos. La tierra es húmeda y viscosa, negra como el sueño más profundo. Reúne hojas y ramas, tapándose con ellas mientras se acuesta en el agujero. Ha desaparecido completamente. Sin embargo, no está dormido y sujeta con firmeza un arma en las manos, dispuesto a matar.

Todo el cuerpo se estremece cuando reconoce el galope de varios caballos. Un espasmo adrenalínico golpea la columna vertebral y las piernas –que parecen flotar-, mientras el cerebro permanece frío como el hielo, fijo, repasando una secuencia imaginaria de golpes, humo y sangre. Una tímida ráfaga de aire mueve las hojas de los árboles, que provocan destellos plateados en la noche.

Son tres o cuatro hombres, no más. Si se mueve rápido puede salir con vida de la cacería. El grupo enfila hacia la isla de árboles en medio de la pradera. Las voces rígidas, emiten órdenes precisas: Búsquenlo, y métanle un tiro al hijo de puta. Desde el escondite, el perseguido memoriza la posición de los sujetos a través de las voces. Un misterioso instante de silencio paraliza la escena, como si el mismo diablo llamara a la muerte, que acude voraz, furiosa.

El primer disparo es un éxito y el jefe del grupo cae fulminado sobre la raíz de un ombú. El perseguido salta del foso y hace nuevo blanco, esta vez un hombrecillo pequeño y robusto, que recibe una bala mortal en el cuello. No tuvo tiempo ni de gritar. Rodando por el suelo, el perseguido evita escopetazos y se esconde atrás de un tronco. Silencio. Pasos furtivos. El que queda vivo se dispone a liquidarlo, rodeándolo con experiencia. Existe una calma obscena, antes de que cada hombre descubra su posición y crucen fuego entre sí, un duelo sin vencedores, porque ambos caen como bolsas de papas sobre la tierra empapada, que absorbe la sangre de las heridas.

El búho, único testigo, vuela lejos, vaya a saber uno a donde. De todas formas, los cuervos serán los dueños del paisaje cuando el sol ilumine la mañana celeste y pura, sin nubes en el cielo.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Todos goleandooo

Uno compra la entrada. Se ilusiona. Se informa de todo pormenor acerca del trascendental cruce con el elenco ecuatoriano. Cómo está la salud de cada jugador, quien va de titu, o donde esta "El facha" Carini. Recuerda los pocos momentos de alegría que nos regaló alguna vez la Celeste -este proceso es más bien un olvido selectivo de la dosis enorme de sufrimentos que hubo y habrán por vivir-.



Uno entra al estadio, de un lado la barra de Peñarol, del otro, la de Nacional. Los cantos surgen de una tribuna y la masa copia tímidamente. Se espera con ansia el primer gol, ese que libera los nervios y permite empezar la fiesta -si señores, la fiesta del "Soy celeste, etc"-. No llega. Pasan los minutos. Se pueden apreciar los mismos jugadores que en la tele hacen goles todos los fines de semana en el mundo, pero acá es otro tema. Cuando hay que patear un centro, le pegamos a la tierra, y cuando ponemos a un jugador de dos metros -"Ole, ole, ole, ole, Locooo, Locooo"-, le hacemos centros a las hormigas.



Los hinchas amarillos cantan su clásica canción de que se puede ganar, para dar ánimo a las once topadoras que vinieron a defenderse. Un compatriota les grita fuerte: "Lo que no pueden hacer es ir a la playa". Al tiempo que un señor lo corrige, explicándole que sólo Paraguay y Bolivia no tienen acceso al mar. Ante tal despliegue de conocimientos geográficos uno se conmociona, y llega al elixir de la risa.



Entretiempo. Digale sí, todos los repuestos, más baratos...



Ponemos huevo. Ellos se cierran atras, vienen a rescatar el puntito. No podemos entrar, es imposible. Un tímido ataque en contra congela el aliento. Miedo.., uffff, ya está, la tiene nuestro golero. Aplausos. Veo a Carini en el banco, sentadito y con una campera tapandole el friíto de las piernas. Me tranquilizo con la imagen, no sea que pesque un resfriado.



Si ganamos quedamos terceros, nos aliviamos un poco. Pero no vamos a ganar. El inexistente tablero electrónico del estadio marcaría el resultado más amargo, un cero a cero enorme. Unos silbidos cálidos y reconfortantes despiden a los jugadores, mientras un grupo de orientales le arroja piedras e insultos a los simpatizantes ecuatorianos que se abrazan alocados-"Si se puede, si se puede, etc"-.



La gente vuelve al hogar con la esperanza ahogada. Se escucha un "...igual, como ganamos en Colombia perder estos puntos no es tan malo. Ganamos 4 de 6". Asi piensa un uruguayo promedio. Pero después de todo es nuestra forma de ser, nacidos para sufrir hasta el final, qué sería de nosotros sin esa cuota matemática que tanto nos gusta. Necesitamos la calculadora, unos hielos para calmar los ojos dolidos y alguien a quien comerle el oido con los disparates que se viven en el Centenario. Perdón, de verdad.

jueves, 14 de agosto de 2008

A m o r d e a s c e n s o r

Debo admitirlo, mi vida es una acumulación de situaciones aburridas. Desde que el despertador me saca del mundo de los sueños – religiosamente a las 6:45 AM-, paso el tiempo trabajando, primero como cocinero en un café, de tarde reparto encomiendas para el servicio postal. Ni más ni menos. Los días corren y mantengo la posición, no puedo darme el lujo de cambiar de empleo o dejar alguno y buscar otro porque, antes de pestañear, el violento darwinismo social me devoraría.

A pesar de esto, hace dos años que mi vida tiene un brillo especial. Debo dar las gracias a Marina, que con su espectacular figura alimentó, sin saberlo, mis más hondas fantasías. Cuantas veces la deseé, cuantas veces por día pensé en ella durante todo este tiempo, son cifras astronómicas, que daría vergüenza conocer. El caso es que no recuerdo la vida sin ella, a este punto he llegado, por eso averigüé la hora de su regreso a casa, y la esperé un millón de veces, sólo para verla desfilar por el hall. Unos breves segundos de dicha, yo perdido entre las piernas morenas, el rostro espectacular, el mejor cuerpo de la historia de la humanidad.

No tenía problemas en admitir mi cobardía. Así que, como siempre, dejé que el tiempo pasara. Marina ya no era una mujer normal, una sencilla secretaria de una casa de ropa deportiva, una displiscente ama de casa o la hija de Carla Trotta y Ramón Giménez, tal cual supe más tarde. No. Ella era una potra galopante, sencilla y completa, un auténtico mito viviente que podía estar en los brazos de cualquiera menos en los de un idiota insignificante como yo.

Cierto día, por razones que desconozco, un mecanismo desconocido en mi ser activó el terrorífico deseo de comunicación. Supongo que estaba desesperado, peor que un hombre sin agua en el desierto. Ella, dentro de aquel insoportable vestido rojo, ajustado contra el cuerpo latino perfecto, subió al ascensor otra vez. Yo, como un tonto que persigue el perfume inalcanzable del éxito, me lancé, tal cual búfalo en celo, forcé la puerta, ya casi cerrada, e ingresé con ella, totalmente dispuesto a seguirla hasta el maravilloso séptimo piso. Un edén de placer, el pequeño paraíso que nunca habría de conquistar. Insólitamente, el aparato se detuvo entre el cuarto y quinto piso, se apagaron las luces y todo fue silencio. Por unos segundos, me creí el hombre más afortunado de la tierra, encontré sentido a todo acto de mi vida, porque cada paso del destino o del azar me había conducido a aquel maravilloso encierro.

Cuando, instantes después, me dijo que tenía miedo y que por favor la abrazara, alcancé el nivel de felicidad más alto de mi vida. La busqué torpemente, como una víbora ciega, pateando las bolsas de nylon del supermercado. Toqué su mano. Qué momento. Cruzó sus brazos sobre mi cuerpo, a la altura del pecho, rodeándome con un aroma dulce, el aliento fresco del amor. De pronto, un ruido metálico, seco y cortante, un desprendimiento leve pero sostenido. El inmundo ascensor –al que estaré eternamente agradecido por dejarme conocerla- cayó sin freno hasta el subsuelo y se estrelló con un estrepitoso sonido, eliminando, de esta forma, cualquier conjetura acerca de mi buena suerte.

lunes, 21 de julio de 2008

La obra

Un arquitecto miró el cielo por última vez y ordenó: "Empiecen la obra". Cuatro inversionistas aprobaron de forma sistemática con movimientos afirmativos de sus cabezas. Los obreros, vestidos con uniformes de colores según el rango -amarillo para los jefes de cuadrilla, rojo para los electricistas, azul para los plomeros, marrón para los comunes para que la mugre no se note, etc- encendieron las máquinas y empezaron a moverse frenéticos. Todo parecía un caos, pero al mirar uno con detalle cómo se manejaba cada trabajador, descubría cierta perfección, la cosa se parecía a un panal de abeja, y la miel más dulce sería un enorme rascacielos de 1000 pisos.

La ciudad disparó hacia arriba con fuerza. No había espacio y cada vez llegaba más gente. El gobierno firmó un decreto por el cual "...todo rascacielo menor a 200 pisos deberá ser derrumbado, para dar lugar a construcciones más adecuadas". El afán del hombre por conquistar el cielo era una necesidad. Abajo, en las calles, las personas eran una mezcla irresponsable de culturas que creían funcionar bien, pero la realidad es que no se conectaban mucho. Cada cual hace lo de cada cual, era una frase común que hacía funcionar la sociedad.

Dentro de los rascacielos, la estructura de oficinas era configurada respecto a las alturas. Los pisos más altos eran por lo general los más lujosos, donde se ubicaban las firmas con poder. Abajo estaba el personal de servicio, más arriba los comedores, aunque era común que arriba tuvieran su propio comedor, para moverse lo menos posible. Así, cuando uno miraba el cielo, en vez de ver un pedazo azul con aves y nubes, veía las torres, y sabía que desde allí gobernaban el mundo. El resto sólo debía cumplir órdenes, de menor o mayor importancia.

Era curioso observar todo aquello, sentía que Dios estaba perdido, olvidado como un muñeco que cumplió un rol ya intrascendente. La edad madura de la humanidad jugaba con elementos fuera de su comprensión y creación.

Pasaron apenas tres meses y el edificio estaba finalizado. Todo marchó a la perfección. Los obreros ya no estaban -ahora no eran dignos de entrar allí- y los ocupantes nuevos llegaron. Las instalaciones se prendieron y la torre, ahora la más alta de la ciudad, comenzó a funcionar. Sería un ejemplo claro del avance humano. Algunos nos preguntábamos asustados hacia dónde estábamos avanzando, y la respuesta fue el silencio, ahogado únicamente por las corrientes de aire artificiales que soplan entre los rascacielos de la ciudad.

viernes, 4 de julio de 2008

Cereales


Voy a usar el blog como expresión autobigráfica. Esta vez, el protagonista de la historia soy yo. Y atentos los ocho lectores que me siguen, ¡porque esto es real!


El pasado domingo a la mañana tuve un accidente de autos donde perfectamente podría haber sido borrado del mapa. Un amigo no frenó en una esquina, sino que aceleró. Un taxi venía rápido y por eso fue un golpe bastante fuerte que terminó con nuestro auto sobre la acera, la nariz contra un árbol. El taxi embistió de costado, sobre el lado derecho, mi lado, girando sobre sí para finalizar apuntando al este, exactamente el destino opuesto al que se dirigía.


Consecuencias. Además de los daños en los vehículos
-va a ser difícil resucitarlos-, nosotros no sufrimos lesiones graves. Golpes en el cuerpo y un par de tajos en la cabeza. El conductor del taxi estuvo al borde de la muerte en el CTI, pero salió de tan difícil momento. Me acuerdo cuando bajé del auto el señor decía: "Qué golpe, no me acuerdo de nada".


Todos estos dias, sin embargo, pienso que los estoy viviendo como un regalo, la vida es un regalo. Es como cuando iba a la casa de un amigo -teníamos 10 años más o menos- y la madre nos daba yogur con cereales de postre. Una escena que se repitió muchas veces. Hasta que un día mi amigo, revolviendo el plato, dijo: "Si buscás abajo, los cereales todavía están secos". Era algo que ya sabía, pero no dejo de alegrarme que él se maravillara y tuviera el coraje de decirlo como la cosa más interesante del mundo.


Cada latido del corazón, cada respiración, tiene ahora otro sabor. Quería compartir este mensaje con ustedes. Paz.
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lunes, 23 de junio de 2008

--------acciónreacción--------

Quien más da, más recibe. El problema es darle a alguien que no entiende por qué le estás dando ni para qué. En este caso uno no recibe nada, o peor, se obtiene indiferencia.





Con la energía no se juega, si uno le da un puñetazo a la pared, la pared reacciona. Es algo cósmico, incuestionable. Y así con todas las cosas.





La lucha personal por conocernos, por sobrevivir, es una tarea que lleva a un egoísmo necesario.





Es fácil aparentar ser un tonto, un idiota sin cerebro.





Cuando un sueño se cumple, es necesario recrearlo inumerables veces en el cerebro, para escapar a la fantasía que habíamos generado previamente.





El olfato es la herramienta más poderosa de la memoria, un simple olor alcanza para lograr la teletransportación inmediata a otro tiempo y a otro lugar.





Cuando decimos sufrir por alguien, siempre estamos sufriendo, antes que nadie, por nosotros mismos.

domingo, 22 de junio de 2008

El vuelo


Salió a la calle y algo lo levantó por el aire. Ni siquiera pudo cerrar la puerta. Sintió tanta fuerza que no pensó en resistir. De hecho, tuvo que aceptar que volaba, y que él no controlaba nada. Subió alto y alcanzó las estrellas. El mundo se perdía en la distancia y el hombre sólo podía mirar hacia adelante, al universo oscuro e infinito que lo devoraba.

jueves, 19 de junio de 2008

Misión cumplida

Alguien había traicionado a la familia Maranzzano. Eso significaba sólo una cosa: la muerte. No había nadie más capacitado para matar que Fausto. La violencia inagotable que llevaba dentro del cuerpo había sido complementada con el uso de armas modernas. Esto lo hacía uno de los seres más peligrosos del mundo.
Los negocios de la familia mafiosa se extendían por varios países: en Marruecos, un señor llamado Marcus Hadji, no pagó lo que debía por un cargamento de cocaína. Decidieron enviar a Fausto.

Arribó a la ciudad de Fez en un día nublado y caluroso, con el único objetivo de realizar el trabajo. Fausto cargaba con unas cuantas muertes que, si bien lo habían hecho rico, no era el dinero lo que lo motivaba a actuar. Simplemente, la maquinaria del mal había echado raíces en su interior, y el mismo diablo parecía manejarlo como un títere frío y efectivo. Los trabajos de Fausto eran limpios: no fallaba, ni dejaba pistas. Sin embargo, Benito Maranzzano nunca había podido mirarlo a los ojos, y temía haber cometido un error al contratarlo. El jefe de la familia no era amigo del miedo y, ante la presencia de Fausto, un escalofrío recorría su espalda lentamente.

En las calles africanas, todo se movía de manera rápida y desorganizada: miles de autos atascados, hombres y mujeres –ellas con sus rostros tapados- caminaban ante la vista del asesino. Fausto tomó un taxi hasta el hotel y descansó con la nueve milímetros en la mano derecha.
Por la mañana verificó las instrucciones del jefe, obtenidas a través de un informante marroquí que trabajaba en la policía secreta. Sabía perfectamente dónde y cuándo atacar: a las diez y media de la mañana, Marcus Hadji tenía la rutina de caminar por el parque de su mansión, ubicada en un valle entre montañas. Un nuevo escenario de muerte que sería conquistado por Fausto. En esto iba pensando mientras manejaba hacia la cordillera de Rif, en las afueras de la ciudad.

Se instaló con el rifle en una loma, al resguardo de arbustos. Desde allí tenía una perfecta visión del parque por donde caminaría Hadji. Miró una vez más la foto de su futura víctima y esperó a que llegara la hora señalada. Cuando el reloj marcó las diez y treinta minutos, una persona con turbante salió de la mansión, con un cartel en las manos, emulando a una promotora de boxeo. Fausto, a través de la mira telescópica, se sorprendió al leer dos palabras en su propio idioma: estás muerto. Un segundo le bastó para comprender la trampa del jefe, justo antes de que una bala le atravesara limpiamente la cabeza.

miércoles, 11 de junio de 2008

Paraíso perdido

Un pabellón oscuro y la luz se filtra por una rendija, como una cascada macabra. Algunos roedores se muerden entre ellos por pequeños restos de comida y, un poco más lejos, personas duermen ajenas a la pesadilla de la vida. Hay que taparse los ojos para no ver lo poco que queda de la belleza. Un paraíso perdido, el resultado de la locura que arrebató la Tierra, cuando no había más alternativa que empezar todo de nuevo. Afuera del refugio en que se ha convertido el viejo hospital, las calles están semi vacías, y la gente pulula como fantasmas, ataviados en ropas desvencijadas que han perdido todo rastro de color. A veces se pueden ver inscripciones borrosas de las universidades y las ciudades de antaño, y uno siente nostalgia, impotencia y culpa. En sueños desesperados revive el deseo de recuperar las cosas comunes que teníamos antes. Pero no hay tiempo para distraerse, nosotros debemos sobrevivir.

Más a lo lejos, mientras camino sigilosamente, escucho gritos y ruidos de violencia: un hombre está siendo asesinado por una pandilla. Observo la escena como tantas otras veces. Lo golpean rabiosamente, y le roban lo poco que tiene: unas botas detrozadas y algún pedazo de pan. Han proliferado algunas pandillas que se mueven como culebras en las calles. Si uno no está atento puede morir antes de tiempo. Trepo una escalera con miedo a que se desprenda de la pared y llego a un balcón de un edificio abandonado. Mi intención es permanecer allí hasta que los asesinos se alejen. Hace días que no como algo sólido y estoy débil, por eso no es sorpresa cuando mi cuerpo pega contra el piso -puedo imaginarme visto desde afuera, como en un plano de una película tragicómica- y pierdo el concocimiento.

Despierto con un nudo en el cerebro y tardo muy poco en darme cuenta de que algún hijo de puta me ató mientras dormía. Intento mover las manos y los pies pero es imposible. No quiero emitir sonido para no llamar la atención. Repto por el piso -yo también soy una culebra en esta ciudad- para buscar el filo de un vidrio roto. Apenas logro elevarme del suelo y comienzo a friccionar la cuerda para soltar las manos. Gasto la poca energía que tengo pero lo logro. Después, las cuerdas de los pies. Estoy libre y con mucha rabia. Tomo un palo de madera y me escondo en las sombras para esperar, de todas formas me han robado la comida y el anillo familiar. Espero horas y no llega nadie, entonces resuelvo irme a la calle con la poca vida que me queda. En ese momento escucho pasos y vuelvo a ubicarme detrás de la puerta. Alguien entra y me abalanzo sobre él, asestando un golpe fortísimo en su estómago. Se dobla en dos y cae de rodillas al suelo. Le doy un golpe más para asegurarme que no se levante, y lo reviso. Encuentro mi anillo; la comida no está. Quizá sea yo también un asesino más, no lo sé, supongo que sí.

De vuelta en la calle voy al callejón de siempre. Los dos últimos años he vivido y buscado refugio allí. Tengo cuarenta años y ningún plan a largo plazo. Muchas veces me pregunté si era conveniente seguir luchando en estas condiciones, si no sería mejor dejarme ir como una piedra rodante, de una vez por todas, hacia el abismo sordo de la muerte. Y aqui estoy, aún vivo, aunque preferiría estar muerto, por más que suene dramático. Es la realidad que pesa sobre mis hombros con todo el terror imaginable y, sin embargo, la naturaleza pervive en mi ser...es el instinto impulsivo de vida.

Despierto atormentado, entre gritos y corridas. La paz es una palabra irónica. Mientras dormía, algún miserable se robó las botas que llevaba puestas. No me di cuenta. Maldigo al aire, en gritos blancos y vacíos, porque nadie me va a escuchar. En la calle, dos pandillas luchan por el control de la manzana. La ambición sigue un curso infalible, conquistando corazones hasta dejarlos sin latidos. Robots. Me arrastro entre la multitud, que se debate en una lucha encarnizada sobre la acera, me paro con inmensa dificultad sobre mis piernas y, con un último suspiro, pido a gritos que alguien me mate. Lo último que oigo son pasos ruidosos a mi espalda y agradezco la absurda situación de que alguien haga caso a mi pedido final.

martes, 20 de mayo de 2008

Un descubrimiento cósmico

Puedo volver atrás la secuencia de los hechos, buscando un foco racional, pero todo se hace difuso y me convenzo cada vez más de que estamos todos locos. Mi cuarto, al que antes atribuí las mayores alegrías, es ahora un cajón dramático. Sólo entrar y dar un suspiro alcanza para que lleguen los duendes, que me rodean con juegos de ironía, haciéndome sentir un tonto. Siempre me enseñaron a planear el futuro, diseñar la vida como una autopista perfecta, llena de elementos gratificantes. "La vida es para vivirla mejor", me decían. Y les creo, pero la realidad es que siempre voy a estar haciendo cosas que no quiero hacer. La rutina que logré establecer me hizo famoso entre la gente; por dentro, sin embargo, soy una bolsa de dudas. Desde el instante en que abrí los ojos y con alarmante sorpresa vi mi insignificancia -la imagen exacta llegó en un sueño, y fue la autopista perfecta de la que hablé antes, abriéndose paso hacia la ciudad de la Muerte-, nada ha sido igual. El tremendo sentimiento de impotencia me abrazó, la luz de eternidad que llevé con inconsciente ignorancia durante todo ese tiempo se apagó. No pude ver el mundo como era antes, nunca más. En algún momento voy a terminarme. ¿No es eso una locura?

Me tomé el atrevimiento, ante tal descubrimiento cósmico, de quemar la mayoría de los libros de autoayuda que había en la casa. No sirven para nada, pensé. Pretenden ser un faro sin luz, para gente ciega que no confía en sí misma. Como soy una persona pragmática, continué haciendo mi trabajo, por lo menos hasta que se me revelara alguna solución para el problema de la existencia, no podía dejar de comer. Sin embargo delegué mucho trabajo y cada vez fui haciendo menos. Era el dueño y podía darme ese lujo. Cambié balances y reuniones, presentaciones y viajes de negocios por horas de meditación intrascendentes, porque no lograba nada, me perdía en un mar de supuestos. Apuntaba a los misterios más grandes, pero lo hacía con furia, porque partía de la premisa de que algo me dio inteligencia, algo juega conmigo, algo me permitió saber que vivo. Y yo quería estar de inmediato en esa posición. El lugar que Adán y Eva quisieron tener. La misma ambición que los expulsó del paraíso, sujetaba fuerte todas las partes de mi cuerpo. Recuerdo con claridad la sensación de tener frente a mi un puzzle que sólo puede ser armado por alguien más.

Miles de pensadores y filósofos se ahogaron en las ideas que crearon. Nunca se logró un conocimiento perfecto en la historia de la humanidad. Toda ley científica puede ser quebrada. Lo que parece fuerte es débil, y lo asombroso e irreal se convierte en una verdad difícil de creer. En cierto punto de las meditaciones en que me sumía, quise conocer a alguien que levitara. Ver para creer, me dije. Que alguien se eleve, venciendo la gravedad, no es algo para tomarse en broma. Así fue que conocí a Joachim, un señor de unos 50 años, con un rostro que podría haber sido de un ingeniero, un maestro o un vendedor de autos. Pero, una vez que me permitió -desde otra habitación contigua- verlo suspendido sobre el aire, las facciones y todos sus gestos corporales se convirtieron para mí en el paradigma de un levitador. Él me vio tan perturbado que trató de calmarme. Por supuesto que no lo consiguió. Volví a casa sin aliento y, mientras la gente volvía en masa del trabajo a las casas, me sentí dueño de un secreto poderoso. ¿Cómo es posible que alguien flote en el aire?

La mayor plenitud que alcancé como ser es el amor. Un refugio perfecto. No hay mayor sensación de regocijo que sentirse amado y poder amar. Cuando siento amor me olvido de todo, las necesidades físicas se desvanecen, el propio sentimiento llena el alma.

Soy testigo, cada día de mi vida, de la inercia social. No hay tiempo que perder pero perdemos el tiempo a patadas. Formo parte de esta paradoja. Nadie, salvo el creador -llámese Dios o la fuerza de la Naturaleza- sabe qué somos. Yo no sé qué soy. Suena iluso ante la rápidez de la vida en la ciudad el cuestionarse cosas como la identidad personal. El punto de sinceridad máxima con uno mismo lleva a reconocer muchas cosas, ayuda a imaginar las dimensiones del universo. Cuando veo a los humanos, llega a mi mente una imagen trágica: somos niños jugando con una pelota que quizá no existe, creando realidades sobre un vacío que podría llenarse de mil formas distintas. Sin respuestas, miramos en un espejo que nos devuelve todo el misterio de la vida, más allá de tener el pelo arreglado o la corbata bien puesta.

jueves, 8 de mayo de 2008

El pescador

El sol se elevó en el horizonte sin problemas, una mañana limpia, cálida. Si uno miraba el océano mezclándose con la arena de las dunas, aquello era el paraíso. Cinco o seis pescadores hacían de las suyas sobre la orilla, un despliegue de paciencia que era lo único que me ponía nervioso. Porque nunca entendí el vicio de los pescadores. Cuando alguno picaba algo, se concentraba en la presa con el clásico juego de palanca de la caña. El resto de los colegas miraban asombrados la situación -como si fuera la primera vez que sucedía algo así-, expectantes. Alguno sonreía discretamente si el otro sacaba un alga o algo parecido. Un gran pez pareció engancharse en el anzuelo del sujeto barbudo, que soltó una carcajada abismal y se hizo cargo del momento. Tomó con suavidad la caña, que era sencilla, natural, con una tanza que parecia casi de mentira. Sin esforzarse, sacó del agua una corvina inmensa, que devolvió pronto al océano. Los demás lo miraron atónito y comentaban entre ellos que tal pescado era un manjar y que era de locos no comerlo a la parrilla. Se instaló el clima de sorpresa cuando picó la frágil caña otra bestia marina. Extrajo el hombre un chucho grande como un auto pequeño. Era, sin duda alguna, un momento histórico para la pesca nacional, no soy presumido al decir que una foto de semejante animal habría recorrido los medios de todo el planeta. Vi los rostros boquiabiertos de los otros pescadores, que no contaron con el tiempo necesario para saber si de verdad estaban despiertos, supongo que ni siquiera fueron capaces de sentir envidia.
El exitoso pescador tomó con inusual cariño a la presa. La observó sobre su cabeza, como si fuera un cocinero con la masa de una pizza. Y volvió a reír: pero esta vez más fuerte. Hubo la sensación en la playa de que la risa majestuosa despertó una leve brisa matinal. Otra vez puso al animal en el agua y vimos cómo se iba en calma, una gigante alfombra viva.
Como espectadores, habíamos tenido una mañana bastante espectacular. Uno de los pescadores le preguntó al hombre qué carnada estaba usando. Sin decir nada, el pescador enigma se quitó la ropa y mostró un cuerpo intemporal: parecía haber soportado mil tempestades y estar intacto. Miró uno por uno a los presentes en la playa y se sumergió con cruda naturalidad en el océano, para aparecer unos veinte metros más lejos, ya con su tridente en las manos y montando varios caballos blancos perfectos.

martes, 29 de abril de 2008

La ex-novia

Estoy sentado en un ómnibus que se dirige a un balneario X. En el asiento de atrás -y acompañada- está una antigua ex-novia que dejó sus huellas en mí, como si me hubiera dado zarpazos un tigre, pero en el corazón. Ahora, aquí va lo más maravilloso de todo. Tengo una costumbre al entrar a un ómnibus que se dirige hacia un balneario y, en consecuencia, al placer, es la de dormirme ni bien toco el asiento casi cama. Así lo hice esta vez, pero un brote de energía me sobresalta, una presencia mística que me obliga a abrir los ojos. De la mano, sí, de la mano de un estúpido cualquiera camina la que pensé iba a ser la mujer de mi vida. Me ve -hacía más de un año que el romance se había cortado- y sonríe con confianza. Por mi parte, casi empiezo a temblar. Qué desagradable momento estoy pasando. La pareja chequea los números de sus asientos y, como es de esperarse, el destino no tiene piedad: ellos se sientan justo detrás mio, asientos 33 y 34, respectivamente. Pongo la música y miro por la ventana: el planeta tierra se desvanece lentamente, corroído por un ácido invisible y no puedo evitarlo. Descontrolado, mi estado de ánimo se va a pique, extraños mecanismos sicológicos de defensa se disparan. El viaje es un desastre.

Busco ideas positivas: el viaje podría ser más largo, o que ella es feliz, entre otros pensamientos absurdos. Siento que me clava los ojos desde atrás y sabe todo lo que siento, como si la butaca fuera invisible y pudiera escarbar mi corazón. En determinado momento no resisto y pongo stop a la música. Soy totalmente consciente de que al escucharla me voy a sentir mil veces peor, pero lo hago igual. De nuevo su voz, después de tanto tiempo, tan cercana y extraña, es el peor espejismo que existe. La escucho reir. Es en estos momentos que el orgullo juega su parte, porque de otro modo iría hacia el conductor y le rogaría que pare, para bajarme y quedar varado en medio de la ruta. Pienso en el juego de azar que es la vida y cómo me tocó estar del lado miserable. No tengo explicaciones y la mente se deriva hacia una ley universal de justicia. Cosas tengo que haber hecho mal y por eso soy castigado.

El viaje transcurre con las peores turbulencias de la historia. En determinado momento ella dice que va a ir al baño. Por supuesto que a esta altura su pareja sabe quién soy, mi pasado, cómo es mi familia y hasta demás datos íntimos. Ella siempre fue muy locuaz. De todas formas, tomo fuerza y quiebro mi cabeza para verla; hago de cuenta que el tipo no existe. Ella me vuelve a mirar a los ojos, deleitada con el boomerang del pasado. Es increible, pero en ese instante que chocan las miradas me siento fuerte, la fuerza del perdedor puede ser muy poderosa, y ella se da cuenta. Con un gesto casi maternal me mira y detecto un dejo de nostalgia, una expresión que me reconforta. Al mismo tiempo, imagino que la situación se hace incómoda para su nueva pareja. Todo esto eleva mi autoestima. Cuando llegamos, dejo que los enamorados bajen primero y echo una última mirada a su figura espectacular. No les voy a mentir, aún la deseo. Voy a un negocio y compro un alfajor. Lentamente, camino fuera de la terminal, masticando mientras me recupero del terrible shock que acabo de sufrir.

viernes, 4 de abril de 2008

Pequeñas historias de vida y de muerte

Me moví alrededor del círculo de fuego y, entre las llamas, distinguí formas que jugaban a ser cosas. Árboles meneándose con un viento precipitado, loco y cambiante, un ave de dimensiones desconocidas, rostros desesperados y sonrientes, por nombrar algunos elementos que llamaron poderosamente mi atención. Los indios a mi alrededor continuaban con el ritual: ahora se movían en un balanceo como de olas, acentuado por los atuendos que vestían; llegué hasta el punto de confundir el suelo con la superficie del mar. Ellos no estaban aquí, al menos espiritualmente, esto es un hecho, algo imposible de negar al sentido común.





Se despertó y los ojos permanecieron cerrados mientras el cerebro actualizaba la información. Para cualquiera que mirara, él estaba dormido. Fue una fracción de segundo en la que todo parecía normal, y consideró que era momento de apreciar el sol por su ventana. Como tantas otras veces, llevó su mano hacia las cejas, creando una visera imaginaria para soportar el golpe de luz. Sin embargo, esta vez hubo oscuridad. No sabía dónde estaba.
Cuando la realidad lo devolvió a la celda 134, del pabellón de homicidas, no pudo distinguir un objeto de otro, y los ojos se transformaron en cataratas que impulsaban un río de lágrimas por sus mejillas.








Bajo el cielo, con miles de estrellas apretadas, caminaban los amantes de la mano. Se decían cosas al oído, imperceptibles para el mundo exterior. Lograban un andar acompasado, el ritmo de dos personas que se entienden. Un anciano que los vio pasar se sobresaltó y pensó: "Dios mío, he aquí el idioma del amor".







Harry soportaba en aquel instante tres pedidos simultáneos de comida rápida. No podía pensar ni en su perro. De cuando en cuando se imaginaba otras personas, otros paisajes de vida. ¿Había otro camino, una alternativa más feliz acaso?







Abunja dejó de respirar. La monja sostenía cálidamente su mano, y rezaba, con palabras mudas en sus labios. Terminó y salió afuera, sus ojos hicieron foco en el cielo. Como hija de Dios, ella sostenía una fe enorme. Una fe mucho más grande que la de varias personas que, en ese mismo momento, desayunaban en el Vaticano con vajilla de lujo.






La tempestad se desató de manera imprevisible sobre la canoa hawaiana. Olas de gran tamaño aplastaban a los náufragos, que se debatían en una pesadilla de vida y de muerte. En esos últimos momentos, Duke soltó sus manos de los restos de madera y se arrojó al oceáno en busca de ayuda, nadando pesadamente por las colinas de agua en movimento. Nadie lo volvió a ver. Cuenta la leyenda que Duke murió, paradójicamente, en el vientre de su madre, la mar.




martes, 1 de abril de 2008

En el mundo de los feos

La modelo se levantó y fue, instintivamente, a mirar su figura frente al espejo. Ella estaba cerca de los 30 años, hermosa, siempre en orden con los cánones de belleza, adaptándose y viviendo de la naturaleza de su envoltorio. Cuando estaba lista, salió a la calle. Un vago presentimiento de rareza la conquistó mientras bajaba por la cuadra y se acercaba a pedir un taxi. No esperó nada y ya estaba en camino a la sesión de fotos. Al cruzar los barrios, se asustó dos o tres veces -con un pequeño frío en la espalda-, porque vio gente despreocupadamente fea, paseando sin remordimiento sus rostros desalineados en la ciudad. Se olvidó con ganas de ellos y entró al edificio de la agencia para hacer su trabajo.

La agencia se llamaba Westside Models. Era su segundo hogar, donde ella creció, se formó y se hizo conocer al mundo. Conocía toda la rutina y se sobresaltó esa mañana con la nueva decoración: una interminable serie de retratos de personas insondablemente feas promocionaban los productos de la sociedad de consumo. Ella se tranquilizó, pensando que era parte de alguna novedosa campaña de beneficiencia. Pero algo había en la disposición de las imágenes que les daba un tono de seriedad inoportuno, como la noticia de una pesadilla ya en proceso, la muestra de una realidad total y naturalmente terrorífica. De todos los escenarios posibles, aquel era ensordecedor, era lo mismo que un pintor despertara sin su mano derecha, o que un músico se soñara sordo en vida.

El contacto con la señora Morris fue el segundo acto, la confirmación de la locura que le robaría el corazón. Cuando golpeó la puerta, la señora Morris respondió con la jovialidad de siempre: "Adelante, princesa". Ella entró en la oficina y casi vomita: allí estaba Martha Morris, con el rostro desencajado, en analogía a una pintura cubista, permaneciendo en él una sombra difusa que la conectaba aún con la imagen que la modelo tenía de ella. Había desaparecido, sin duda alguna, toda belleza inglesa que le diera un rasgo distintivo a la señora en el mundo del modelaje, y lo peor: Martha Morris hablaba con naturalidad, como si no supiera que estaba desfigurada. Miró a la modelo y le dijo: "Princesa, ya no necesitamos a chicas como vos, lo lamento, pero no hay vacante". Morris se paró de la silla y se adelantó para consolarla, pero la modelo huyó despavorida, envuelta en un sudor helado y con lágrimas en los ojos, que destruían y mezclaban el maquillaje por su rostro espectacular.

En el baño, ella se impuso la calma; era una mujer fuerte y racional. Esto era la realidad. En una pesadilla, la conciencia siempre deja una luz abierta para despertar y confirmar que todo fue un sueño. Pero aquí, bajo estas circunstancias, ella estaba alerta y recordaba toda su vida, podía pensar en su familia y en lo que quisiera, podía dominarse, y este auto-dominio la dejaba casi inválida, puesto que era irrefutable que estaba en el mundo de los despiertos, con unos ojos desesperados que la reflejaban en el espejo.

Salió a la calle sin pasar por la oficina de la querida Morris, y cuando chocó con la masa de gente no supo más qué hacer. El mundo de los feos la abrazó con total desparpajo: cuerpos sin proporción, narices enormes, mujeres con pelo en el rostro, las caras de la población iban confiadas, seguras en su mar de horripilancia, enchastradas por el pincel invisible de la creación. La modelo observó todo y no hubo espacio en el alma para asimilar el desarrollo de los hechos. Pasó inadvertida unos minutos, hasta que unos niños vestidos de escolares, presumiendo de una fealdad renovadora -en este mundo cada persona es diferente- se burlaron de ella, cantando a coro: "La tonta modelo, que nunca tendrá novio de nuevo".
Cayó pesadamente sobre sus rodillas, al tiempo que oía en coros las risas y, en un último arrebato de conciencia, agradeció al cuerpo por la sabia decisión del desmayo.

Despertó por fin en un cuarto pintado de blanco, inmaculado, sin fisuras. Miró a la izquierda y bajo un tenue sol que entraba por una pequeña ventana, reconoció a Catherine, una amiga modelo, que lloraba sin remedio, y hacían los sollozos estremecer la perfección del cuerpo. Se encaminó a la puerta, que estaba trancada. Buscó a través del vidrio algo que le dijera dónde estaban y vio en el largo corredor las palabras Casa Mental del Estado. Corrió la modelo hacia Catherine, se abrazaron, y así permanecían aún, cuando una enfermera de fealdad insólita irrumpió en la pieza para traer los medicamentos de las dos nuevas pacientes.

martes, 11 de marzo de 2008

P a l m e r a s

Caminó por el borde de la isla, sus piernas trazando extraños y perfectos círculos de energía en el aire, como ruedas que giran incansablemente.
No había nadie en la orilla. Él no tenía casi ropa y llevaba un palo que hacía de bastón.
Sin decir nada, con los ojos apenas abiertos, giró y se escurrió entre las palmeras.
Las palmeras hicieron música con el viento de la tarde y fue feliz. Feliz como todos los días.

lunes, 3 de marzo de 2008

El diablo en su disfraz


Con el ritmo preciso de las luces, el extraño ser camina con rumbo desconocido. Cubierto en ropas oscuras, es la clase de persona que nunca atrae miradas. Y todos los autos pasan a velocidades altísimas a su lado, pero el sombrero tejano nunca se cae. De su rostro no puedo hablar porque nadie lo vio. Él camina porque siempre va a llegar a donde quiere.

Frena, desenfunda la guitarra y comienza a tocar. Poco a poco la melodía llena el vacío del espacio y flota con una fuerza insólita hacia la ciudad más cercana. Continúa en trance, la canción es el batir de un reloj y corta el ruido de la ciudad. No parece extinguirse. Todos la escuchan aunque les parezca mejor mentir y hacerse pasar por sordos.

Desde la costa de California hasta New York City la canción no va a parar. Conquista las emisoras radiales y cada rincón del país cae a sus pies, como una víctima adormecida y dispuesta al sacrificio. Se pierde la conciencia, la música es agradable, casi perfecta. Éste hombre es el diablo en su disfraz, ustedes tienen que creer, yo no puedo mentir.

Llega una chica ambiciosa y le dice: "Yo te conozco, tengo muy claro quién sos". Ella está hipnotizada, cree que todo es un gran sueño dulce. Siente deseos de dar unas vueltas y aparece una estupenda limousina roja. Sube, saluda y se va con una sonrisa. No volverá a ser la misma jamás. El diablo, sin dejar de tocar las cuerdas, canta suavecito: A vos te sorprendería los amigos que podes comprar con unas monedas.

Esos fueron los días en que el diablo tomó el gusto por tocar la guitarra. Y se decía a él mismo: El tiempo no es un límite. Sólo quiero la guitarra para hacer mi trabajo. Quiero tenerla sobre mí, sostenerla, y mover mis dedos así..., sobre su cuerpo.

Creo que con los años él aprendió algunos trucos, es cada día más hábil. Y yo más débil frente a su música, pero le llevo la ventaja a muchos, porque al menos reconozco que existe. Todos ustedes, malditos sordos, ¿acaso no pueden escucharlo? Cada minuto, cada segundo, susurrando bajo en el oído de la ciudad.

-------acciónreacción--------

Quien más da, más recibe. El problema es darle a alguien que no entiende porqué le estás dando ni para qué. En este caso uno no recibe nada, o lo que es peor, se obtiene indiferencia.





Con la energía no se juega, si uno le da un puñetazo a la pared, la pared reacciona. Es algo cósmico, incuestionable. Y así con todas las cosas.






La lucha personal por conocernos, por sobrevivir, es una tarea que lleva a un egoísmo necesario.






Es fácil aparentar ser un tonto, un idiota sin cerebro.






Cuando un sueño se cumple, es necesario recrearlo inumerables veces en el cerebro, para escapar a la fantasía que habíamos generado previamente.







El olfato es la herramienta más poderosa de la memoria, un simple olor alcanza para lograr la teletransportación inmediata a otro tiempo y a otro lugar.


Cuando decimos sufrir por alguien, siempre estamos sufriendo, antes que nadie, por nosotros mismos.



martes, 19 de febrero de 2008

El boxeador (Cash O`Donell)


Tomó la botella y le dio un sacudón más. Era un tipo rudo, nadie se metía con él. Y la bebida lo hacía un monstruo humano. Siempre le decía a los demás: “Para ser un buen boxeador hay que tener rabia, no la rabia que tiene un beisbolista, sino una rabia que te haga una bestia y puedas cargar contra el hijo de puta que te ponen adelante”.
Y el vecindario conocía su historia de rabia. Abandonado por sus padres –a la madre nunca la conoció- a la edad de ocho años había sido un chico de la calle. Lo poco que recordaba del padre eran imágenes de un hombre gigante, descendiente de irlandeses, que lo azotaba todos los días hasta que se le detuvo el corazón. Luego la etapa de la calle: seis años de locura y supervivencia hasta aquella noche que cambió su vida.
Cash salió del bar y le habló a una mujer negra. Un auto paró y Broncie llegó hasta él hecho una furia: Cash se había metido con su novia. Dicen los testigos –que tienden a multiplicarse mágicamente ante hechos históricos- que Broncie, el moreno más bravo del sur de la ciudad, recibió una paliza. Cuando Cash acusó el primer golpe en el rostro, reaccionó como un tigre, sus piernas eran resortes que lo catapultaron hacia el cuerpo perplejo de Broncie. Hasta ese momento, Cash no sabía la fuerza que tenía. Durante aquella pelea, Cash imaginó de principio a fin que Broncie era su padre. Esto nunca se lo dijo a nadie. Pero fue la clave: mientras Broncie peleaba por una de sus mil chicas, Cash se defendió con lo más asqueroso de su vida y encontró montañas de energía extra que lo hicieron invencible.
Voy a decir la verdad, Cash fue el producto de una sociedad enferma. Cada vez que lo veía moverse, me imaginaba frente a un ejemplo apocalíptico de nuestro mundo, un ser que sólo podía brindar actitudes bestiales, absorbido desde aquella pelea épica con Broncie por el boxeo profesional. A pesar de esto, creo que el ring lo salvó de terminar en la cárcel y de hacer mucho daño a la población civil. Pienso que el universo junta fuerzas para crear seres amorosos, que hacen el mayor bien dentro de sus posiblidades, luego existen seres intermedios –aquí me incluyo-, que se mueven por la tierra entre el bien y el mal como balanzas que suben y bajan todo el tiempo. Pero la categoría de Cash es la que más dudas me genera como miembro de la especie humana. Lo coloco sin dudas en el Everest de la maldad, en una posición que para mí será siempre un misterio. Sin embargo, y a partir de mi experiencia, estoy convencido de algo: somos parte de un proyecto que se desmorona rápido, y sólo cabe esperar un gran cambio, el cual haga innecesario la existencia de personas como Cash.

sábado, 16 de febrero de 2008

Nueva Orleans

Cuentan en el valle del Mississipi que son ellos quienes tienen el poder de la música. Un legado del África que se desplegó en América con la fuerza de una flecha bien lanzada. Y todos los que tocan hace tiempo allí saben que generan grandes melodías, milenarias; es en esos momentos de trance que ven sus dedos moverse solos, incluso el cuerpo fuera de control abre las puertas al enigma desconocido de vivir.

Con la llegada a las grandes ciudades, un "desembarco" por tierra -o por aire- de la música del profundo y no desarrollado sur, se genera una gran industria que la explota, y la lleva al reconocimiento mundial incluso. El dinero trae cambios en la conducta. Aunque no podés volverte auténtico por tener o no efectivo, y como lo auténtico se siente y no hay capacidad de engaño, la magia continuó.

Es por eso que al escucharlos y verlos uno siente algo primitivo: dolor y felicidad que mueven el corazón. En el Sur hay lugar para la angustia, hay mucho tiempo para sentirse blue, tiempo para el desengaño, la trampa, el amor y la sencillez que lleva a la alegría de estar vivos. Pero sobre todas las cosas hay momentos de la música que nos pueden hacer soñar en vida con la perfección. Y cuando esa canción termina yo quisiera seguirla hasta el infinito, suspendido en un paraíso que se cae con la vuelta a la realidad.