miércoles, 1 de octubre de 2008

El duelo

Bajo la luna reposa un búho en un conjunto de árboles. La luz es intensa, de una claridad reveladora, y los ojos del ave brillan con suspicacia. Se escuchan pasos acelerados. El campo está en silencio y cada sonido es perceptible.
Desde lejos llega la silueta de un hombre grande, cuyos rasgos faciales permanecen indefinidos en la distancia. Se acerca rápido, con un trote desesperado, y cierto jadeo que rompe la calma nocturna. En lo alto del ciprés, la cabeza del animal gira casi de forma irreal, vigilando, siempre expectante.

Desempaca un bolso con rapidez y comienza a cavar un foso con las manos. La tierra es húmeda y viscosa, negra como el sueño más profundo. Reúne hojas y ramas, tapándose con ellas mientras se acuesta en el agujero. Ha desaparecido completamente. Sin embargo, no está dormido y sujeta con firmeza un arma en las manos, dispuesto a matar.

Todo el cuerpo se estremece cuando reconoce el galope de varios caballos. Un espasmo adrenalínico golpea la columna vertebral y las piernas –que parecen flotar-, mientras el cerebro permanece frío como el hielo, fijo, repasando una secuencia imaginaria de golpes, humo y sangre. Una tímida ráfaga de aire mueve las hojas de los árboles, que provocan destellos plateados en la noche.

Son tres o cuatro hombres, no más. Si se mueve rápido puede salir con vida de la cacería. El grupo enfila hacia la isla de árboles en medio de la pradera. Las voces rígidas, emiten órdenes precisas: Búsquenlo, y métanle un tiro al hijo de puta. Desde el escondite, el perseguido memoriza la posición de los sujetos a través de las voces. Un misterioso instante de silencio paraliza la escena, como si el mismo diablo llamara a la muerte, que acude voraz, furiosa.

El primer disparo es un éxito y el jefe del grupo cae fulminado sobre la raíz de un ombú. El perseguido salta del foso y hace nuevo blanco, esta vez un hombrecillo pequeño y robusto, que recibe una bala mortal en el cuello. No tuvo tiempo ni de gritar. Rodando por el suelo, el perseguido evita escopetazos y se esconde atrás de un tronco. Silencio. Pasos furtivos. El que queda vivo se dispone a liquidarlo, rodeándolo con experiencia. Existe una calma obscena, antes de que cada hombre descubra su posición y crucen fuego entre sí, un duelo sin vencedores, porque ambos caen como bolsas de papas sobre la tierra empapada, que absorbe la sangre de las heridas.

El búho, único testigo, vuela lejos, vaya a saber uno a donde. De todas formas, los cuervos serán los dueños del paisaje cuando el sol ilumine la mañana celeste y pura, sin nubes en el cielo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me gustó este y me gusta como escribís javi. Seguí
beso!