jueves, 22 de julio de 2010

Bueno, gracias, porque volvimos, nos trajeron a todos



Vimos cómo Uruguay trepó hasta meterse entre los cuatro mejores del mundo. También a punto de pasar a la final. Sin excusas. Perdimos. Quedamos cuartos. Aunque flota en el aire, incluso ahora, un par de semanas después de los partidos, la sensación de que estuvieron ahí nomás. Muy cerca de la gloria total.

Vivimos el campeonato del mundo más fuerte desde Maracaná, porque en 1970 el cuarto puesto en México no se festejó.

No sé de las leyendas de antes, puedo imaginarlas, pero es como todo: si no lo vivís, no lo entendés. Muchos jugadores nos emocionaron hasta las lágrimas, fue impresionante. De unas eliminatorias más agrias que dulces, y a pesar de los golpes, habían muchas ganas de ir al mundial. Atrás queda aquella tristísima imagen del Loco Abreu dialogando –intentando dialogar- con un puñado de hinchas furiosos porque perdimos casi toda chance con aquel 0-1 en Perú. A una de las mejores portadas de diarios que jamás vamos a ver: el Loco con los ojos cerrados, brazos extendidos, sonrisa pintada, lleno de tatuajes. Gol, gol, golazo, sólo Zidane se animó a tirar así un penal en la final de 2006. Pero era el primer tiempo del partido. Lo que hizo el Loco fue darle el mejor final imaginable –para los uruguayos- a esa novela de ciencia ficción que fue Uruguay- Ghana.

No encuentro palabras para trasmitir lo que Egidio y el Ruso hicieron. Quizá sea la famosa garra, pero tiene que haber algo más. Es la seguridad de que nadie nos iba a ganar fácil, y cuando escuchaba (o decía orgulloso)  “pase lo que pase, éstos van a dejar todo”, se me venían a la mente, como flippers, las galopas laterales, la mirada asesina, gritos de guerra, barridas, sangre, de estos dos jugadorazos de fútbol. Porque eso es lo que son. La foto que pegué arriba es la mejor foto del mundial a mi gusto.

Edinson Cavani, qué golazo de punta le anotó a los alemanes, o el centro precioso hacia Suárez, que cabeceó notable frente a México. Meses antes del mundial, Forlán hizo un gol clave para Aleti en Portugal, por la Europa League, y Marca tituló: “Eres grande, Forlán”. Y sí, es así, estuvo intratable y apareció en los momentos más difíciles. Luis Suárez –Luisito- se hizo leyenda, no por ser tramposo, como algunos periodistas no entendidos de fútbol dijeron, no por ser pícaro, porque lo que hizo no fue una picardía como la de Maradona. No. Lo de Luis fue instinto de supervivencia. Un último respiro antes de la muerte anunciada que era, que hubiera sido, ese asqueroso no gol de Ghana, tras una verdadera tómbola de rebotes en el área chica nacional. Para saborear lo que fue el triunfo más lindo de nuestra historia, de la historia que vimos y no nos contaron, vale la pena, cada vez que lo repiten en la tele, o en YouTube, o lo que sea, volver al masoquismo de revivir los segundos fatales. La clásica yeta que tantas veces acompañó a los celestes. La desgracia de quedar afuera así. Pero no.

Más allá de algunos momentos cumbres, como el segundo gol bajo la lluvia contra los coreanos, o la caída mortal de Fucile, o los dos penales tapados por Muslera, o cuando el mismo Muslera le hablara al travesaño, le gritara “te quiero”, como un loco, tras el yerro de Gyan, que pateaba notable los penales, pero ese lo erró, o el verdadero partidazo de Egidio en aquel gris debut contra los galos, o la sangre del Ruso, o cuando parecía que los rivales abrían una brecha y aparecía Edinson, cubriendo espacios de área a área, o cuando…

Más allá de todo este verdadero cóctel de imágenes que quedan impresas en la memoria colectiva, crece con inesperada fuerza el sentirse parte de algo mayor, de una identidad que tiene Uruguay, que parecía destinada al ostracismo, pero que sale a flote, gracias a Dios –el mismo Dios al que Victorino suplicaba de rodillas en la tanda de penales-, y espero que pueda mantenerse en el tiempo. Porque nadie juega, ni nadie sufre y vive el fútbol como los uruguayos.

Y la gente no festeja un cuarto puesto. La gente es inteligente y festeja porque vio que hubo un grupo muy unido, que llevó a cabo la tarea más difícil de las últimas cuatro décadas. Es que parecía que nunca más podríamos llegar entre los mejores, pero más importante aún, recuperar una forma de sentir el juego: hasta la última pelota, hasta la última, siempre…y vamos, que vamos, como rezaba el bondi en la caravana helada de la semana pasada. ¡¡¡Uruguay nomá!!!



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