jueves, 14 de agosto de 2008

A m o r d e a s c e n s o r

Debo admitirlo, mi vida es una acumulación de situaciones aburridas. Desde que el despertador me saca del mundo de los sueños – religiosamente a las 6:45 AM-, paso el tiempo trabajando, primero como cocinero en un café, de tarde reparto encomiendas para el servicio postal. Ni más ni menos. Los días corren y mantengo la posición, no puedo darme el lujo de cambiar de empleo o dejar alguno y buscar otro porque, antes de pestañear, el violento darwinismo social me devoraría.

A pesar de esto, hace dos años que mi vida tiene un brillo especial. Debo dar las gracias a Marina, que con su espectacular figura alimentó, sin saberlo, mis más hondas fantasías. Cuantas veces la deseé, cuantas veces por día pensé en ella durante todo este tiempo, son cifras astronómicas, que daría vergüenza conocer. El caso es que no recuerdo la vida sin ella, a este punto he llegado, por eso averigüé la hora de su regreso a casa, y la esperé un millón de veces, sólo para verla desfilar por el hall. Unos breves segundos de dicha, yo perdido entre las piernas morenas, el rostro espectacular, el mejor cuerpo de la historia de la humanidad.

No tenía problemas en admitir mi cobardía. Así que, como siempre, dejé que el tiempo pasara. Marina ya no era una mujer normal, una sencilla secretaria de una casa de ropa deportiva, una displiscente ama de casa o la hija de Carla Trotta y Ramón Giménez, tal cual supe más tarde. No. Ella era una potra galopante, sencilla y completa, un auténtico mito viviente que podía estar en los brazos de cualquiera menos en los de un idiota insignificante como yo.

Cierto día, por razones que desconozco, un mecanismo desconocido en mi ser activó el terrorífico deseo de comunicación. Supongo que estaba desesperado, peor que un hombre sin agua en el desierto. Ella, dentro de aquel insoportable vestido rojo, ajustado contra el cuerpo latino perfecto, subió al ascensor otra vez. Yo, como un tonto que persigue el perfume inalcanzable del éxito, me lancé, tal cual búfalo en celo, forcé la puerta, ya casi cerrada, e ingresé con ella, totalmente dispuesto a seguirla hasta el maravilloso séptimo piso. Un edén de placer, el pequeño paraíso que nunca habría de conquistar. Insólitamente, el aparato se detuvo entre el cuarto y quinto piso, se apagaron las luces y todo fue silencio. Por unos segundos, me creí el hombre más afortunado de la tierra, encontré sentido a todo acto de mi vida, porque cada paso del destino o del azar me había conducido a aquel maravilloso encierro.

Cuando, instantes después, me dijo que tenía miedo y que por favor la abrazara, alcancé el nivel de felicidad más alto de mi vida. La busqué torpemente, como una víbora ciega, pateando las bolsas de nylon del supermercado. Toqué su mano. Qué momento. Cruzó sus brazos sobre mi cuerpo, a la altura del pecho, rodeándome con un aroma dulce, el aliento fresco del amor. De pronto, un ruido metálico, seco y cortante, un desprendimiento leve pero sostenido. El inmundo ascensor –al que estaré eternamente agradecido por dejarme conocerla- cayó sin freno hasta el subsuelo y se estrelló con un estrepitoso sonido, eliminando, de esta forma, cualquier conjetura acerca de mi buena suerte.