domingo, 28 de junio de 2009

Así es la vida, cualquier cosa puede pasar

Se despertó y tenía todo controlado: los archivos, el maletín para llevar los archivos, y el arma. Para qué cargar con un arma si no sé dispararla, pensó A. Pero la dejó en su lugar, ajustada entre la cintura y el pantalón.
A veces, uno sabe que no necesita una cosa de verdad pero, al mismo tiempo, la sensación de no tenerla -a la cosa, revolver en este caso- nos prohíbe de movernos con soltura.
Miró por la ventana, corriendo suavemente la cortina, con la esperanza de descubrir algún indicio de misterio en la calle. Todo estaba normal. Abrió la puerta y bajó las escaleras. Las escaleras eran viejas y en forma de caracol, con pedazos de mármol negro y blanco en los escalones, cemento blanco en las paredes. Tocó la calle sin problemas.
Decir que A sentía temor o algo parecido sería mentirles, porque todo el cuerpo estaba ciego, cargado de adrenalina y dominado por fuerzas extrañas. Subió al auto sin preocupación alguna. Nadie iba a ser tan estúpido de matarlo con una bomba y destruir los archivos. Sin embargo, al momento de encender su Buick marrón y cuadrado, el corazón de A envió un violento bombeo de sangre, como si fuera a romper el pecho, atravesar la ropa y saltar a la calle despavorido. Pero no pasó nada, y el tic-tac rutinario regresó de inmediato. Manejó en paz por varios minutos, nadie parecía seguirlo. Al llegar a la calle Harrison, donde están colocados esos semáforos eternos, vio por primera vez al coche gris. Miró con calma el espejo retrovisor, innumerables veces, siguiendo el juego del gato y el ratón. Los perseguidores -estaba casi seguro de distinguir dos contornos en los asientos delanteros- se mantenían a una distancia prudente, pero no perdían el paso. Ahí están los hijos de puta, se dijo A con emoción. Deben ser profesionales, me siguen a la distancia justa, continuó A. Pero, en cierto punto del trayecto, el coche gris prendió el señalero, dobló a la izquierda, y se perdió de vista. A quién le habrán avisado, se preguntó A. A continuó manejando, atravesó el centro de la ciudad, escapando por los suburbios hasta llegar a la autopista. Era un camino largo hasta el punto de reunión con su contacto. A su derecha, un avión despegó en rasante vuelo hacia el cielo. El aeropuerto, gritó A. De inmediato, como quien espera comprobar algo evidente, A bajó la ventanilla y miró hacia arriba, no en dirección del avión recién despegado. No. A buscaba otra cosa. Cuando lo detectó, primero como una leve mancha informe y sin ruido, luego más cercano y gris, con sus aspas locas agitándose al viento, A se rió a carcajadas, cerró la ventana y apretó el acelerador. Perdiendo ya los estribos, manoteó el teléfono celular y discó: 6380465.
-Te dije que no llamaras a este número.
-¡Hijo de puta!-dijo A histérico al teléfono-, por qué mierda me siguen, primero el auto, ahora el helicóptero.
-Tranquilo, nadie te está siguiendo.
-Sacame este bicho de encima, dejame tranquilo, o prendo fuego todo.
-Ya se va...no te distraigas, y no demores.
Cortó. A escuchó por unos segundos el sonido monótono de cuando alguien corta el teléfono. Estaba pensando. Tiró el teléfono al asiento trasero. El aparato volador pasó de largo y se perdió en el horizonte. Sintió a la estupidez, como una manta caliente y amplia, abrazar su cuerpo. ¿Cómo fui tan ingenuo, tan estúpido, tan...? Lo iban a "borrar", "limpiar", "secar", lo iban a enterrar a un lado de la ruta y nadie lo encontraría jamás. Se puso nervioso, ya no miró más por los espejos, sólo hacia adelante. Sacó el arma del escondite, la manipuló, eliminando el seguro. Iba a tener que actuar rápido. Iba a tener que disparar.
Ya de lejos vio el auto negro estacionado. Fue bajando la velocidad progresivamente, dobló a la derecha, con la mente en blanco. Estacionó. No sabía si sus músculos eran suyos o de una marioneta flexible y absurda. Tomó el maletín y bajó del auto. Él hizo lo mismo. Se acercaron. De pronto, él frenó a cinco metros de distancia. Habló sin titubeos: "Dame el maletín y andate del país cuanto antes". Cruzaron miradas, y A reconoció el bulto en el costado de su pantalón. No lo dudó. Metió mano y sacó el arma con una velocidad anormal. Disparó una, dos, cuatro veces sobre el sujeto, y permaneció inerte en el lugar, paralizado. Tiró el revolver, que cayó lejos y levantó una pequeña nube de polvo. Miró a la ruta y distinguió dos autos estacionados. Se arrodilló, vencido. Dentro de uno de los coches, un hombre mantenía un diálogo nervioso y entrecortado: “Sí, en la ruta… ¡La 54!...Ya le dije, hay un hombre que está disparando al vacío, tiene un arma y dispara…Está bien, no, no me voy a quedar acá, muchas gracias por el consejo”.

miércoles, 17 de junio de 2009

Febrero

Mira la fotocopia como una sentencia de muerte. Afuera brilla el sol, son las once de la mañana y acaba de empezar un momento decisivo en la vida de G.
Muerde la lapicera y la babea. Comete un error que compromete todo: realiza un paneo general del examen. Una carretera repleta de números y problemas casi imposibles de resolver. Piensa en el profesor, el señor Martínez, con su bigote legendario y el portafolio marrón, de donde surgen, incansables, los más horribles ejercicios. Martínez condimenta sin asco los exámenes. Se sienta durante horas en la casa, armando el cóctel molotov que acaba de explotar en la cara de G. G analiza cuál de los ejercicios es el más "entrable". Se decide por el número dos, una ecuación eterna que practicó en la semana, bajo el ala protectora de Mirtha, la particular que le obligó a ir su madre. Pero ahora está solo. Y, como era de esperarse, las cosas no salen. Se maneja y llega a un final que no lo convence para nada. Cuando va a verificar las cifras, con el corazón latiendo fuerte, descubre que le da cualquier disparate. Apoya la lapicera en la mesa y borra todo de una. Hoja limpia. Media hora menos. Mira a Martínez, el profesor está atento para que nadie copie. Martínez recorre la clase con sus ojos de halcón, buscando traidores. G tiene un trencito con algunos piques, pero Martínez lo "ubicó" en primera fila.
G escucha con envidia los festejos de algunos compañeros ("Vamo arriba, carajo, me salió el tres", dice el tonto de Marcelo). G piensa: "El Chelo es un burro, más que yo seguro", entonces prueba con el ejercicio tres, y renueva esperanzas. Con mucha garra, logra algo que puede ser un buen resultado. Un 316 redondito, sin decimales, que le da confianza. 316, ¡qué lindo número!, piensa G. Pero un minuto más tarde, desde la parte trasera del salón, Pía le dice a Valentina, en un susurro: "¿El tres? Me dio 1225". Y en ese momento, en el instante que la boca de Pía termina de pronunciar el cinco, G sabe que perdió la batalla. Porque Pía es una genia y las chances de que G tenga razón ahora son parecidas a las que tiene Uruguay de salir campeón del mundo.
Por la ventana ve a unos niños jugando al fútbol en la calle; a su alrededor, la mayoría de los compañeros dan los últimos retoques a sus exámenes, concentrados en un mundo de éxitos y vacaciones libres. No hay más tiempo. Pedro y alguno más, le hacen señas de que también están en el horno. G se levanta de la mesa con ruido, pega un grito de frustración y tira el examen a la basura. Martínez lo mira sin expresión en el rostro. G abre la puerta y se va a la casa, con alivio de perdedor.
Cuando llega, la madre pregunta lo que toda madre pregunta: "¿Cómo te fue, Gecito?"
Y contesta: "Me fue bárbaro mamá, ¿no me das la comida, por favor?"