martes, 29 de abril de 2008

La ex-novia

Estoy sentado en un ómnibus que se dirige a un balneario X. En el asiento de atrás -y acompañada- está una antigua ex-novia que dejó sus huellas en mí, como si me hubiera dado zarpazos un tigre, pero en el corazón. Ahora, aquí va lo más maravilloso de todo. Tengo una costumbre al entrar a un ómnibus que se dirige hacia un balneario y, en consecuencia, al placer, es la de dormirme ni bien toco el asiento casi cama. Así lo hice esta vez, pero un brote de energía me sobresalta, una presencia mística que me obliga a abrir los ojos. De la mano, sí, de la mano de un estúpido cualquiera camina la que pensé iba a ser la mujer de mi vida. Me ve -hacía más de un año que el romance se había cortado- y sonríe con confianza. Por mi parte, casi empiezo a temblar. Qué desagradable momento estoy pasando. La pareja chequea los números de sus asientos y, como es de esperarse, el destino no tiene piedad: ellos se sientan justo detrás mio, asientos 33 y 34, respectivamente. Pongo la música y miro por la ventana: el planeta tierra se desvanece lentamente, corroído por un ácido invisible y no puedo evitarlo. Descontrolado, mi estado de ánimo se va a pique, extraños mecanismos sicológicos de defensa se disparan. El viaje es un desastre.

Busco ideas positivas: el viaje podría ser más largo, o que ella es feliz, entre otros pensamientos absurdos. Siento que me clava los ojos desde atrás y sabe todo lo que siento, como si la butaca fuera invisible y pudiera escarbar mi corazón. En determinado momento no resisto y pongo stop a la música. Soy totalmente consciente de que al escucharla me voy a sentir mil veces peor, pero lo hago igual. De nuevo su voz, después de tanto tiempo, tan cercana y extraña, es el peor espejismo que existe. La escucho reir. Es en estos momentos que el orgullo juega su parte, porque de otro modo iría hacia el conductor y le rogaría que pare, para bajarme y quedar varado en medio de la ruta. Pienso en el juego de azar que es la vida y cómo me tocó estar del lado miserable. No tengo explicaciones y la mente se deriva hacia una ley universal de justicia. Cosas tengo que haber hecho mal y por eso soy castigado.

El viaje transcurre con las peores turbulencias de la historia. En determinado momento ella dice que va a ir al baño. Por supuesto que a esta altura su pareja sabe quién soy, mi pasado, cómo es mi familia y hasta demás datos íntimos. Ella siempre fue muy locuaz. De todas formas, tomo fuerza y quiebro mi cabeza para verla; hago de cuenta que el tipo no existe. Ella me vuelve a mirar a los ojos, deleitada con el boomerang del pasado. Es increible, pero en ese instante que chocan las miradas me siento fuerte, la fuerza del perdedor puede ser muy poderosa, y ella se da cuenta. Con un gesto casi maternal me mira y detecto un dejo de nostalgia, una expresión que me reconforta. Al mismo tiempo, imagino que la situación se hace incómoda para su nueva pareja. Todo esto eleva mi autoestima. Cuando llegamos, dejo que los enamorados bajen primero y echo una última mirada a su figura espectacular. No les voy a mentir, aún la deseo. Voy a un negocio y compro un alfajor. Lentamente, camino fuera de la terminal, masticando mientras me recupero del terrible shock que acabo de sufrir.

viernes, 4 de abril de 2008

Pequeñas historias de vida y de muerte

Me moví alrededor del círculo de fuego y, entre las llamas, distinguí formas que jugaban a ser cosas. Árboles meneándose con un viento precipitado, loco y cambiante, un ave de dimensiones desconocidas, rostros desesperados y sonrientes, por nombrar algunos elementos que llamaron poderosamente mi atención. Los indios a mi alrededor continuaban con el ritual: ahora se movían en un balanceo como de olas, acentuado por los atuendos que vestían; llegué hasta el punto de confundir el suelo con la superficie del mar. Ellos no estaban aquí, al menos espiritualmente, esto es un hecho, algo imposible de negar al sentido común.





Se despertó y los ojos permanecieron cerrados mientras el cerebro actualizaba la información. Para cualquiera que mirara, él estaba dormido. Fue una fracción de segundo en la que todo parecía normal, y consideró que era momento de apreciar el sol por su ventana. Como tantas otras veces, llevó su mano hacia las cejas, creando una visera imaginaria para soportar el golpe de luz. Sin embargo, esta vez hubo oscuridad. No sabía dónde estaba.
Cuando la realidad lo devolvió a la celda 134, del pabellón de homicidas, no pudo distinguir un objeto de otro, y los ojos se transformaron en cataratas que impulsaban un río de lágrimas por sus mejillas.








Bajo el cielo, con miles de estrellas apretadas, caminaban los amantes de la mano. Se decían cosas al oído, imperceptibles para el mundo exterior. Lograban un andar acompasado, el ritmo de dos personas que se entienden. Un anciano que los vio pasar se sobresaltó y pensó: "Dios mío, he aquí el idioma del amor".







Harry soportaba en aquel instante tres pedidos simultáneos de comida rápida. No podía pensar ni en su perro. De cuando en cuando se imaginaba otras personas, otros paisajes de vida. ¿Había otro camino, una alternativa más feliz acaso?







Abunja dejó de respirar. La monja sostenía cálidamente su mano, y rezaba, con palabras mudas en sus labios. Terminó y salió afuera, sus ojos hicieron foco en el cielo. Como hija de Dios, ella sostenía una fe enorme. Una fe mucho más grande que la de varias personas que, en ese mismo momento, desayunaban en el Vaticano con vajilla de lujo.






La tempestad se desató de manera imprevisible sobre la canoa hawaiana. Olas de gran tamaño aplastaban a los náufragos, que se debatían en una pesadilla de vida y de muerte. En esos últimos momentos, Duke soltó sus manos de los restos de madera y se arrojó al oceáno en busca de ayuda, nadando pesadamente por las colinas de agua en movimento. Nadie lo volvió a ver. Cuenta la leyenda que Duke murió, paradójicamente, en el vientre de su madre, la mar.




martes, 1 de abril de 2008

En el mundo de los feos

La modelo se levantó y fue, instintivamente, a mirar su figura frente al espejo. Ella estaba cerca de los 30 años, hermosa, siempre en orden con los cánones de belleza, adaptándose y viviendo de la naturaleza de su envoltorio. Cuando estaba lista, salió a la calle. Un vago presentimiento de rareza la conquistó mientras bajaba por la cuadra y se acercaba a pedir un taxi. No esperó nada y ya estaba en camino a la sesión de fotos. Al cruzar los barrios, se asustó dos o tres veces -con un pequeño frío en la espalda-, porque vio gente despreocupadamente fea, paseando sin remordimiento sus rostros desalineados en la ciudad. Se olvidó con ganas de ellos y entró al edificio de la agencia para hacer su trabajo.

La agencia se llamaba Westside Models. Era su segundo hogar, donde ella creció, se formó y se hizo conocer al mundo. Conocía toda la rutina y se sobresaltó esa mañana con la nueva decoración: una interminable serie de retratos de personas insondablemente feas promocionaban los productos de la sociedad de consumo. Ella se tranquilizó, pensando que era parte de alguna novedosa campaña de beneficiencia. Pero algo había en la disposición de las imágenes que les daba un tono de seriedad inoportuno, como la noticia de una pesadilla ya en proceso, la muestra de una realidad total y naturalmente terrorífica. De todos los escenarios posibles, aquel era ensordecedor, era lo mismo que un pintor despertara sin su mano derecha, o que un músico se soñara sordo en vida.

El contacto con la señora Morris fue el segundo acto, la confirmación de la locura que le robaría el corazón. Cuando golpeó la puerta, la señora Morris respondió con la jovialidad de siempre: "Adelante, princesa". Ella entró en la oficina y casi vomita: allí estaba Martha Morris, con el rostro desencajado, en analogía a una pintura cubista, permaneciendo en él una sombra difusa que la conectaba aún con la imagen que la modelo tenía de ella. Había desaparecido, sin duda alguna, toda belleza inglesa que le diera un rasgo distintivo a la señora en el mundo del modelaje, y lo peor: Martha Morris hablaba con naturalidad, como si no supiera que estaba desfigurada. Miró a la modelo y le dijo: "Princesa, ya no necesitamos a chicas como vos, lo lamento, pero no hay vacante". Morris se paró de la silla y se adelantó para consolarla, pero la modelo huyó despavorida, envuelta en un sudor helado y con lágrimas en los ojos, que destruían y mezclaban el maquillaje por su rostro espectacular.

En el baño, ella se impuso la calma; era una mujer fuerte y racional. Esto era la realidad. En una pesadilla, la conciencia siempre deja una luz abierta para despertar y confirmar que todo fue un sueño. Pero aquí, bajo estas circunstancias, ella estaba alerta y recordaba toda su vida, podía pensar en su familia y en lo que quisiera, podía dominarse, y este auto-dominio la dejaba casi inválida, puesto que era irrefutable que estaba en el mundo de los despiertos, con unos ojos desesperados que la reflejaban en el espejo.

Salió a la calle sin pasar por la oficina de la querida Morris, y cuando chocó con la masa de gente no supo más qué hacer. El mundo de los feos la abrazó con total desparpajo: cuerpos sin proporción, narices enormes, mujeres con pelo en el rostro, las caras de la población iban confiadas, seguras en su mar de horripilancia, enchastradas por el pincel invisible de la creación. La modelo observó todo y no hubo espacio en el alma para asimilar el desarrollo de los hechos. Pasó inadvertida unos minutos, hasta que unos niños vestidos de escolares, presumiendo de una fealdad renovadora -en este mundo cada persona es diferente- se burlaron de ella, cantando a coro: "La tonta modelo, que nunca tendrá novio de nuevo".
Cayó pesadamente sobre sus rodillas, al tiempo que oía en coros las risas y, en un último arrebato de conciencia, agradeció al cuerpo por la sabia decisión del desmayo.

Despertó por fin en un cuarto pintado de blanco, inmaculado, sin fisuras. Miró a la izquierda y bajo un tenue sol que entraba por una pequeña ventana, reconoció a Catherine, una amiga modelo, que lloraba sin remedio, y hacían los sollozos estremecer la perfección del cuerpo. Se encaminó a la puerta, que estaba trancada. Buscó a través del vidrio algo que le dijera dónde estaban y vio en el largo corredor las palabras Casa Mental del Estado. Corrió la modelo hacia Catherine, se abrazaron, y así permanecían aún, cuando una enfermera de fealdad insólita irrumpió en la pieza para traer los medicamentos de las dos nuevas pacientes.