jueves, 19 de junio de 2008

Misión cumplida

Alguien había traicionado a la familia Maranzzano. Eso significaba sólo una cosa: la muerte. No había nadie más capacitado para matar que Fausto. La violencia inagotable que llevaba dentro del cuerpo había sido complementada con el uso de armas modernas. Esto lo hacía uno de los seres más peligrosos del mundo.
Los negocios de la familia mafiosa se extendían por varios países: en Marruecos, un señor llamado Marcus Hadji, no pagó lo que debía por un cargamento de cocaína. Decidieron enviar a Fausto.

Arribó a la ciudad de Fez en un día nublado y caluroso, con el único objetivo de realizar el trabajo. Fausto cargaba con unas cuantas muertes que, si bien lo habían hecho rico, no era el dinero lo que lo motivaba a actuar. Simplemente, la maquinaria del mal había echado raíces en su interior, y el mismo diablo parecía manejarlo como un títere frío y efectivo. Los trabajos de Fausto eran limpios: no fallaba, ni dejaba pistas. Sin embargo, Benito Maranzzano nunca había podido mirarlo a los ojos, y temía haber cometido un error al contratarlo. El jefe de la familia no era amigo del miedo y, ante la presencia de Fausto, un escalofrío recorría su espalda lentamente.

En las calles africanas, todo se movía de manera rápida y desorganizada: miles de autos atascados, hombres y mujeres –ellas con sus rostros tapados- caminaban ante la vista del asesino. Fausto tomó un taxi hasta el hotel y descansó con la nueve milímetros en la mano derecha.
Por la mañana verificó las instrucciones del jefe, obtenidas a través de un informante marroquí que trabajaba en la policía secreta. Sabía perfectamente dónde y cuándo atacar: a las diez y media de la mañana, Marcus Hadji tenía la rutina de caminar por el parque de su mansión, ubicada en un valle entre montañas. Un nuevo escenario de muerte que sería conquistado por Fausto. En esto iba pensando mientras manejaba hacia la cordillera de Rif, en las afueras de la ciudad.

Se instaló con el rifle en una loma, al resguardo de arbustos. Desde allí tenía una perfecta visión del parque por donde caminaría Hadji. Miró una vez más la foto de su futura víctima y esperó a que llegara la hora señalada. Cuando el reloj marcó las diez y treinta minutos, una persona con turbante salió de la mansión, con un cartel en las manos, emulando a una promotora de boxeo. Fausto, a través de la mira telescópica, se sorprendió al leer dos palabras en su propio idioma: estás muerto. Un segundo le bastó para comprender la trampa del jefe, justo antes de que una bala le atravesara limpiamente la cabeza.

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