viernes, 4 de abril de 2008

Pequeñas historias de vida y de muerte

Me moví alrededor del círculo de fuego y, entre las llamas, distinguí formas que jugaban a ser cosas. Árboles meneándose con un viento precipitado, loco y cambiante, un ave de dimensiones desconocidas, rostros desesperados y sonrientes, por nombrar algunos elementos que llamaron poderosamente mi atención. Los indios a mi alrededor continuaban con el ritual: ahora se movían en un balanceo como de olas, acentuado por los atuendos que vestían; llegué hasta el punto de confundir el suelo con la superficie del mar. Ellos no estaban aquí, al menos espiritualmente, esto es un hecho, algo imposible de negar al sentido común.





Se despertó y los ojos permanecieron cerrados mientras el cerebro actualizaba la información. Para cualquiera que mirara, él estaba dormido. Fue una fracción de segundo en la que todo parecía normal, y consideró que era momento de apreciar el sol por su ventana. Como tantas otras veces, llevó su mano hacia las cejas, creando una visera imaginaria para soportar el golpe de luz. Sin embargo, esta vez hubo oscuridad. No sabía dónde estaba.
Cuando la realidad lo devolvió a la celda 134, del pabellón de homicidas, no pudo distinguir un objeto de otro, y los ojos se transformaron en cataratas que impulsaban un río de lágrimas por sus mejillas.








Bajo el cielo, con miles de estrellas apretadas, caminaban los amantes de la mano. Se decían cosas al oído, imperceptibles para el mundo exterior. Lograban un andar acompasado, el ritmo de dos personas que se entienden. Un anciano que los vio pasar se sobresaltó y pensó: "Dios mío, he aquí el idioma del amor".







Harry soportaba en aquel instante tres pedidos simultáneos de comida rápida. No podía pensar ni en su perro. De cuando en cuando se imaginaba otras personas, otros paisajes de vida. ¿Había otro camino, una alternativa más feliz acaso?







Abunja dejó de respirar. La monja sostenía cálidamente su mano, y rezaba, con palabras mudas en sus labios. Terminó y salió afuera, sus ojos hicieron foco en el cielo. Como hija de Dios, ella sostenía una fe enorme. Una fe mucho más grande que la de varias personas que, en ese mismo momento, desayunaban en el Vaticano con vajilla de lujo.






La tempestad se desató de manera imprevisible sobre la canoa hawaiana. Olas de gran tamaño aplastaban a los náufragos, que se debatían en una pesadilla de vida y de muerte. En esos últimos momentos, Duke soltó sus manos de los restos de madera y se arrojó al oceáno en busca de ayuda, nadando pesadamente por las colinas de agua en movimento. Nadie lo volvió a ver. Cuenta la leyenda que Duke murió, paradójicamente, en el vientre de su madre, la mar.




1 comentario:

Anónimo dijo...

salar, fuck you!!!