lunes, 31 de agosto de 2009

Gato Negro (parte I)

Si el perro es leal y amigo, el gato es astuto e independiente. No tengo miedo a los gatos negros, porque tuve uno. Fue una mascota muy especial, que vivió con gran rebeldía la civilización del hogar. Su vida transcurrió salvaje y utilitaria. Con problemas, heridas y mucha furia.
Una tarde de 1994, el gatito se aproximó a la máquina cortadora de pasto (encendida), sin temor alguno, mientras mi hermano desarrollaba tal tarea. Estuvo un rato observando y luego desapareció. Era hijo de una gata de los vecinos, que había tenido sus crías en una barbacoa destrozada del terreno lindero.
Los niños vecinos tomaron la decisión de adoptar a varios (que luego regalarían), con la emoción típica que surge frente a una nueva mascota. Nadie quería al negro y me lo quedé. Era el único totalmente negro y me resultó interesante. Más tarde, una semana después de tenerlo en casa, una de las vecinas intentó apoderarse de mi animal, proponiendo un injusto intercambio de Tom (nombre que le había puesto en honor a Tom & Jerry) por una gatita blanca con manchas marrones. El capricho infantil de los vecinos tenía raíz en un gusto inesperado por el color del gato: un negro intenso que resultaba brillante a la luz del sol, con destellos azulados. Defendí a ultranza la propiedad del felino, me gustaba, y ya era mío definitivamente. Todo terminó en aires de pelea con los otros niños, pero lo más importante era quedármelo.


Ya de pequeño, Tom daba muestra de su maldad intrínseca, mordiendo lo que encontrara al paso, con los pequeños dientes afilados que tenía. Ocasionalmente, los vecinos insistían en juntar a los gatitos hermanos para jugar, pero no me gustaba la idea, por temor a que intentaran sacármelo de nuevo.
Recuerdo cómo, con mis escasos cinco años, practicaba juegos rudos con él, juegos de naturaleza cruel. Solía colocar al animal en un balde o canasto, el cual giraba varias veces por el aire a gran velocidad. La velocidad era un factor clave para que Tom no saltara o intentara escapar. Después, al apoyar el balde en tierra firme, el animalejo salía tambaleándose de la trampa, y yo me reía mucho del gatito "borracho". Aquí abajo, "el canasto del terror".
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También sujetaba su cola fuertemente, frenando el movimiento ondulante y repetitivo, lo que irritaba mucho a Tom, que reaccionaba con maullidos y "fssssss´s", orejas chatas y zarpazos. Estas chanzas ayudaron a forjar un espíritu rebelde, tormentoso, rudo y violento. Al analizar la situación ahora, descubro la agresividad del vínculo que tuve con el gato, cuando él y yo eramos pequeños. Fue una lucha de poder que nos hacía enemigos íntimos, amigos, y así sucesivamente...
Sin embargo, decir que no había momentos de paz y ronrroneo, de siestas enrolladas y caricias, sería faltar a la verdad. Además, siempre le daba de comer, y lo dejaba entrar a escondidas en la casa. Por aquel entonces no tenía perro y el gato fue gran compañero.


2 comentarios:

Alexis dijo...

Je. No sé por qué hay gente que aún hoy sigue jodiendo con que no le gustan los gatos negros. A mí me parecen lindos.
Mi vecina tuvo hasta hace unos meses una gatita toooooooooda negra, era como su hija y le hizo bastante mal perderla. MUY mañosa era la gata, porque todo lo que se le antojaba, lo tenía, pero así la criaron.
Arrancó comiendo guiso viejo y sobre el final si la carne tenía un día en la heladera ya no la quería :P

No sé, yo siempre tuve perros. Los gatos me parecen un tanto interesados. No importa, es otro tema eso.

Alexis dijo...

¡Ah! Algo que a mí me causó mucha gracia siempre era que, en verano, a la gata le encantaba tirarse al sol. Tanto sol tomaba que al final del verano ya no era negra negra, sino que era un negro amarronado :P