miércoles, 7 de octubre de 2009

Gordo, Gordo

Gordo pateaba la pelota contra la pared. Estaba solo. Hacía calor. Un sol aplastante caía desde el cielo, y algunas gotas de sudor brotaban de la frente del niño. Gordo estaba muy concentrado como para darse cuenta de lo que hacía. Era una concentración autómata, distraída pero perfecta, donde el paso del tiempo era irrelevante a merced de la pasión por el juego.

-Gordo, es casi mediodía, haceme el favor de venir a casa a comer-, dijo la mujer obesa, la madre de Gordo. Lo llamó, casi gritando, desde una ventana de la casita rosada. Llevaba puesto un delantal manchado con salsa de tomate.

Gordo optó por no mirarla y pateó la pelota con furia varias veces más contra el cemento grafiteado del callejón. Pero llegó la madre y lo arrastró puertas adentro, hacia la comida. Siempre la comida.

-Vení, es todos los días lo mismo contigo. Tenés que comer. Mirá cómo estás, sos un fideo.

Gordo empezó a enrollar los tallarines a la bolognesa sin ganas. Estaban buenos. En frente, la madre devoraba con desesperación su plato, y relojeaba la fuente transparente, seguramente para asegurarse de que había cocinado suficiente pasta.

-¡Eghstán muegnísimos!-, exclamó la mujer.

Gordo se volvió a su derecha y encontró la mirada desafiante del hermano. La boca llena de alimento, era una postal de la gula humana. No tenían mucho en común. Nada en común, para ser justos. Una inmensa distancia emocional los separaba desde pequeños. Además, los dividía el tema del peso.

-Gordo, mirá a tu hermano…, así tenés que comer, con ganas. Para eso te hicimos tu papá y yo-, avisó la madre con ojos cariñosos.

Gordo agachó la cabeza y recogió un poco más de pasta. Miró por la ventana y su mirada se iluminó. Los amigos del barrio llegaban a la canchita de tierra con una buena pelota. La madre detectó inmediatamente la situación. Y dijo:

-Ni lo pienses, amor. Estás gastando mucha energía. Vas a comer el postre y después dormir una siesta, como Dios manda.

-No quiero-, dijo Gordo con un hilo de voz.

-Le vas a hacer caso a tu madre.

Gordo hundió la mirada en el entrevero de spaghettis que era su plato. Juntó rabia. Y se la tragó como todos los días.

El hermano, “La bomba Julián”, como le decían Gordo y sus amigos, ya miraba T.V en el sofá. Emitían un programa de juegos y premios tontos. Julián descansaba su pesadez en el legendario sofá rojo, que ya había adquirido la forma redondeada del enorme culo que tenía. Gordo apreció la inmunda escena de todos los días. Sin terminar la porción, rumbeó hacia el cuarto para la siesta obligada. Dejar algo de postre (en aquel almuerzo flan con dulce de leche y nueces picadas) era una auténtica manifestación de rebeldía por parte del niño.

“Qué mierda”, pensó Gordo. Con esas dos palabras resumía su desprecio por la familia que tenía, y la angustia de no poder jugar al fútbol.

Se recostó en la cama, pero sabía que no iba a dormir. Puso las manos atrás de la cabeza y observó el póster de Zinedine Zidane. Era un póster bastante grande de 80 x 40 cm. Gordo lo tenía hace años y no se cansaba de observarlo. Zidane vestía la remera de la Juventus, el cuadro italiano que lo llevó a la fama. En esa oportunidad, enfrentaba a la Sampdoria. En la imagen, el semi-pelado estaba pegando un pase largo con gran técnica. Gordo repasó cada gesto físico del jugador. El impacto sólido pero delicado con el empeine del zapato en la pelota, el equilibrio de los brazos, la mirada fija en el balón. Imaginó el destino de aquel pase, y también la fantástica jugada que sin duda vendría. De pronto…

-Gordo, ¿te dormiste?-, gritó la madre desde la cocina.

-No. No puedo-, contestó Gordo.

-Entonces vení a terminar de lavar los platos, que tengo que ir a comprar la cena, antes que se lleven los mejores pollos del almacén-, vociferó la mujer desde la cocina.

-¿Vas a dejar que te pidan eso?-, abrió la boca Zidane.

-Gordo, te observamos hace tiempo, y sos bueno para esto-, completó Ciro Ferrara, gritando, porque estaba muy lejos en la foto.

Gordo abrió la boca y pronunció el silencio.

-¿Con quién hablás, Gordo?-, inquirió la madre.

Zidane y Ferrara le hicieron señas para que hiciera silencio. El resto de los jugadores observaban a Gordo, alguno, como el burrito Ortega, sonreía suspicaz.

-Con nadie, mamá-, alcanzó a decir el niño.

Volvió rápido la mirada al póster, y notó que Zidane lo llamaba.

-Vení, Gordo. Nosotros te vamos a ayudar-, dijo el astro. Y estiró la mano hacia Gordo. El niño vio cómo la tribuna tomaba movimiento, el sol del estadio delle Alpi impactó en su rostro momificado. El sonido ensordecedor de los tiffosi copó de a poco el cuarto, para luego extenderse en cuestión de segundos a toda la casa. Gordo sintió los pesados pasos de sus familiares, que gritaban y se aproximaban al cuarto. Corrió y cerró la puerta con llave. Ahora, el viento suave de la primavera italiana flameaba sobre su remera vieja. Gordo se miró y sintió miedo: ¿cómo iba a jugar así, sin la ropa oficial? Miró a Zidane, buscando una respuesta.

-No importa, apurate, ¡tomá mi mano!-, gritó Zidane con voz de capitán.

Gordo manoteó los zapatos de fútbol y entró. Afuera, en el corredor, la madre gritaba:

-Gordo, ¡apagá la radio y vení a la cocina! Te voy a poner en penitencia por toda la semana. ¿Gordo? ¿Gordo? ¡Estás castigado!

Pero Gordo amortiguó de pecho el pase de Zidane y encaró hacia el área para enfrentar al golero.





***

2 comentarios:

Alexis dijo...

Ahhhh, me gustó, está simpaticón el texto.
Algo positivo es que, mientras lo leía, se me venía a la cabeza una especie de representación de eso.
No siempre me pasa, no soy muy de colgarme a imaginar mientras leo.
Punto para vos, eso es bueno.

Saludos.

Lilac Madeleine dijo...

Siempre podemos soñar!