sábado, 7 de febrero de 2009

Muerte de un lobo

La noche impenetrable dio paso a un amanecer perezoso como los movimientos de un gigante. Un fuerte viento del suroeste, que de la boca de la diosa no paraba de soplar, chocaba contra mi piel maciza, marrón y salada.

Con la primer gota de sol emití un gran bufido. Salté a la mar y comencé a nadar, como siempre, buscando algo para comer. Subí al rato a mi islote de rocas, y me acosté con la panza llena. Un montón de enemigos y ella, hermosa, con su gran aroma, siempre pavoneándose, interrumpieron la paz. Alcé mi nariz bigotuda y, sin pensarlo dos veces, me paré y comencé a perseguirla. El ambiente estaba caldeado, la pelea era inminente. Yo no era en extremo grande, pero el valor y el deseo irrefrenable de que fuera mía llenaban mi pecho animal. La rodeé por detrás e intenté montarla. Un aletazo y varios alaridos quisieron apartarme. Di media vuelta y ataqué a un enemigo. Clavé fuerte los colmillos en su cuello, la sangre brotó de golpe, aunque, con mucha más experiencia, giró el cuerpo rápidamente y quedó detrás mío. Un gran dolor apareció en mi espalda, como un rayo eléctrico, punzante como mil agujas. Giré y caí al suelo arenoso. Y vi la muerte, natural y eficaz, en la forma de una gran cicatriz redondeada.

Hacía mucho tiempo que no me movía. Me arrastré, lanzándome al agua revuelta. Nadé con calma a través de las olas. Furiosa estaba la mar, y furioso estaba yo, porque iba a morir. Entendía mucho y no entendía nada. Como si alguien ajeno controlara mi cuerpo, me adentré en la bahía, ya con poca fuerza. El banco de arena me revolcó y me sentí indefenso. Ví la playa de arenas doradas y ví hombres caminando, algunas casas sobre una montaña verde de pasto. El viento de la diosa arrastró mi cuerpo hasta la arena y yo caminé como pude, lleno de espuma y sangre, rabia y torpeza. Un grupo de hombres curiosos se acercó demasiado, quizá pensando que estaba muerto. Levanté mi cuello y con un golpe monstruoso de dignidad grité lo más fuerte que pude, mostrando mis colmillos, alejándolos. Me sentí bien por ello.

Pasó la tarde con sus nubes violetas y blancas sobre el cielo. El viento nunca paró de soplar. El sol se postró en el horizonte, cuando los colores se hacían mágicos y luminosos. Apareció la luna, amarilla. Me retorcí de dolor y no pensé en nada por un largo rato. La energía se iba, yo me apagaba en la noche oceánica. Miré al cielo y pensé que las estrellas eran tan lindas como la mar. Y cerré los ojos.

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