domingo, 15 de marzo de 2009

P r o f e s o r d e p e n s a r

El hombre viejo, de presencia ordenada e indescifrable, irrumpió en el salón atiborrado de gente. Surcó con el portafolio de cuero marrón los escasos metros que lo separaban del pupitre. Su mesa, como de costumbre, era de mayor envergadura que la del alumno. Las voces de la charla zumbaban a través del espacio como una catarata caótica y anormal. Colocó el portafolio en el suelo y se sentó. Permaneció ausente mientras la cacofonía de voces perdía ímpetu de forma progresiva, hasta bendecir el ambiente con silencio. Esperó unos minutos, habrán sido dos o tres, antes de hablar. En ese tiempo, aprovechó para observar a los ojos a todos y cada uno de los 93 estudiantes del curso. Eran nuevos; nadie lo conocía. Luego dijo:

“-Hace años que estoy cansado de dar clase. Hoy de mañana, mientras lavaba mi cara frente al espejo, casi desisto de venir aquí. Creo que perdí la esperanza en el mundo, por un desolador instante. Pero la recuperé, como siempre.
Nuestra vida, la mía y la suya –dijo, señalando a un muchacho disperso-, radica en la capacidad, ni siquiera habilidad, de hacer una tarea bien y recibir un pago a cambio. Yo no soy un mediocre, y nunca lo fui. Por eso, ¡no encuentro sentido al enseñar a gente sin pasión! De todos ustedes, ¿hay alguno que goce de convencimiento propio?”

Hizo una breve pausa. Sin alterar la voz cristalina, ni el tono afilado que cortaba el aire como una cuchilla, continuó:

“-Algún día moriremos, naturalmente. Habremos buscado, intentado mejorar el lugar en que vivimos. O nos refugiaremos en la profesión de modo egoísta, cumpliendo las metas propias, ajenos a la inmunda realidad que nos rodea, evidente, y nos empuja al cambio. ¿Saben por qué el mundo está así? ¿Por qué yo y millones de personas nos cuestionamos las incontables atrocidades que hacen de la existencia un martirio? ¿Por qué no podemos ser felices?”, dijo, enunciando la última pregunta con un tono de sorpresa, como si las palabras salieran solas, incontrolables.

Los alumnos se miraron entre sí, asombrados, buscando una respuesta. No sabían, ni estaban listos para reaccionar. Un leve susurro, casi inaudible, brotó de la masa estudiantil.

“-¡Porque nadie piensa!”, vociferó el viejo, a modo de respuesta desesperada. El manantial del silencio llenó nuevamente el aula.
“-Usamos una ínfima parte del cerebro -prosiguió-. La banalidad de nuestras conversaciones es asombrosa. Hablamos de lo que hacemos, de lo que otros hacen. Criticamos, señalamos y nos reímos -sin pudor, otras veces bajo el refugio del secreto-, de los errores ajenos. Lloramos las pérdidas y sonreímos cada tanto. ¡Sonreímos hasta con culpa! No, señoras y señores, no somos genios nosotros, no lo somos.”

Frenó y sujetó su cabeza con ambas manos, como si fuera a desprenderse naturalmente del cuerpo. El aula permanecía inerte, azorada.

“-Profesor, ¿está usted bien?”, inquirió una muchacha con preocupación.

El viejo levantó la mirada con aspecto de haber recuperado fuerzas. Se levantó de la silla con alguna dificultad y caminó con fineza hacia la mitad de la repisa que lo hacía visible, tal cual escenario, para toda la audiencia. Y siguió, implacable.

“- Estoy de mil maravillas. Sólo que tuve esta nueva idea. No voy a enseñar más matemáticas. He dado un paso hacia delante, supongo. Quiero cambiar el mundo. A mi edad, ya no puedo darme más el lujo de mentirme. En esta clase, los números serán reemplazados por pensamientos; las ecuaciones por soluciones naturales, claras y realizables, a nuestros problemas diarios. Ustedes tendrán herramientas para detenerse el tiempo necesario, el tiempo justo, digamos, y pensar. En vez de incorporar conocimientos ajenos e intentar hacerlos propios, ustedes tendrán ideas originales, las compartirán, para avanzar a los umbrales de un mundo mejor, sin resquicios.”

El más sepulcral silencio congelaba el salón. Un muchacho con cara de dormido bostezó al fondo a la izquierda.

-“Ahora bien –sentenció-, todos los que deseen anotarse al curso, les ruego den un paso al frente y coloquen sus nombres en una hoja sobre mi mesa. No se arrepentirán.”

Lentamente, desde la periferia del salón, los estudiantes salieron como una masa ordenada, escandalizados, huyendo de aquel viejo loco. Uno a uno, despejaron mesas y sillas hasta que el Profesor de pensar quedó solo. Caminó con soltura hasta la mesa y levantó su portafolio gastado. “Yo sabía”, pronunció al aire. Repitió el enunciado infinidad de veces, como un mantra en el cual los sonidos le ganan al significado de las palabras. Al fin, se retiró de allí sin remordimientos.



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viernes, 6 de marzo de 2009

Schopenhauer

Un barco me quiere llevar al viejo sur
Cuelgo la línea del mundo y voy al sur
Vuelo al cielo, al horizonte, al mar
Y al viejo sur
Deseos, miedos y tormentos, ya no hay
Es que no se si vas a venir
O este viaje lo tendré que hacer solo
Voy a esperar que las olas te traigan
Donde estoy