sábado, 7 de febrero de 2009

Roque, Carlitos y Iemanjá


Carlitos era un dormido. Siempre se olvidaba de rezarle a Iemanjá. Si viviera en la ciudad esto no sería un problema grande. Pero Carlitos vivía en el Cabo Polonio. Y le gustaba el surfing. Es más, Carlitos andaba realmente bien sobre las olas, se paraba sin problemas, subía y bajaba, dejando una estela de espuma flotando en el aire con cada maniobra. Incluso despegaba del agua alguna que otra vez, llamando la atención de todos los curiosos que, señalando desde la playa y las rocas, decían: "Mirá, ahí va el animal de Carlitos."



Roque, al contrario, era un surfista rústico, con mucha menos elasticidad y radicalidad que el Carlitos. Los dos tenían alrededor de dieciséis años y pasaban la mayoría del verano y la primavera en la playa. A los dos les iba pésimo en el liceo, pero eso ahora no importa. La cuestión es que, Roque, gracias a las "taladradas" de oreja de su abuela, la Néria, le tenía mucho respeto a la diosa del mar. Y siempre, pero siempre, antes de entrar al agua con Carlitos, se persignaba como le había enseñando la Nona, tocando el agua salada y haciendo unos ademanes raros con las manos sobre la cara. No había ocasión en la que Carlitos no se riera de él, haciéndole la burla con las manos, como si fuera un karateca bobo. Roque se reía por dentro y pensaba: "Ya vamos a ver quien es el gil acá..."



Enero pasó con alguna que otra olita, pero nada serio. Carlitos, que quería impresionar a todas las gurisas que veía en la playa, divinas todas, andaba frustrado. Las olas no daban para nada y a menudo le daba puñetazos al mar, mientras Roque reprobaba la actitud con movimientos negativos de la cabeza. Roque trataba de divertirse con lo que había y no perdía las esperanzas, porque el día de la diosa se acercaba y la Nona le decía siempre: "¿Te gustan las olas Roque? Entonces nunca dejés de rezar". Y Roque se mantenía fiel.



El 30 de enero, empezó a soplar. Primero el sureste se puso fuerte y terco durante la mañana y, ya al mediodía, la cosa se vino podrida. Nubes enormes, grises, negras y violetas poblaron el cielo. Lluvia de la que no podés ver ni al perro. Roque escuchó pasos que se acercaban al rancho y tocaban la puerta de madera. "Adelante", dijo. Y Carlitos entró todo mojado, con cara de miedo. Lo miró serio, con un gesto que le quedaba raro, porque siempre se mostraba confiado, y le preguntó: "¿Tú dices que es la diosa no, la que manda todo esto?". Roque sonrió con frescura y dijo: "Puede ser Carlitos, yo si fuera tú, empezaría a rezar". Y Carlitos se fue corriendo, a través de la lluvia, a su rancho a dormir.



Los siguientes dos días fueron un pandemonium, el mar crecido del lado de la playa Sur, olas descontroladas y poderosas limando el suelo marino. Lluvia arrachada, sobre pobladores y veraneantes. Dos días casi sin pájaros en el cielo, a no ser por algunas gaviotas, que planeaban por las calles del viento con maestría.



Hasta que, antes que el reloj marcara la medianoche, y comenzara el 2 de febrero, el viento frenó. Roque y Carlitos sabían que las olas iban a estar de pelos. Y esa noche se fueron a dormir temprano, por más que era viernes y los boliches estaban buenos. Carlitos, antes de entregarse al sueño, intentó rezar algo, pero las palabras no le salían. Y se durmió pensando que era demasiado tarde para pedirle bendiciones a una diosa a la que nunca había dado un segundo de su tiempo. Roque estaba tranquilo, y la abuela, antes de quedar dormida, le dijo: "Mañana va a ser un gran día para nosotros, Roquecito".


Al alba, Carlitos pasó por lo de Roque y arrancaron a la playa Sur. Grandes masas de agua rompían en toda la costa, desde el fondo de rocas, hasta el lugar más lejano de La Cañada. Alguien había peinado el mar, lo había acariciado suavemente, alguien había buscado la perfección. Roque dio gracias y se persignó, mientras el agua lamía apenas sus pies. Miró a su lado y vio a Carlitos que movía desconcertado los brazos, tratando de imitar su rezo. "¿Cómo dices tú que se hace eso?", le preguntó. Y Roque trató de explicarle entre risas, mientras los dos remaban hacia la rompiente.


Ese día, Roque estuvo tocado por una varita mágica, y con su viejo tablón reparado, trazó las líneas más clásicas y sencillas sobre las olas, como un niño, como un pintor en su mejor cuadro. Carlitos no pudo agarrar muchas olas, pero reconoció la osadía de su amigo Roque, y se emocionó con la energía que flotaba en el espacio.
Cuando salieron del agua, la abuela Néria llegaba corriendo con su renguera hacia ellos, llorando de emoción con un papelito amarillo en la mano arrugada. "Roquecitooo, ganamos la lotería, Roquecitooo".


Todos los días de la vida, Carlitos posa su mirada arrepentida en el mar azul, verde o marrón, mientras pide perdón por su ignorancia, y reza, reza a Iemanjá por el tiempo perdido.

Muerte de un lobo

La noche impenetrable dio paso a un amanecer perezoso como los movimientos de un gigante. Un fuerte viento del suroeste, que de la boca de la diosa no paraba de soplar, chocaba contra mi piel maciza, marrón y salada.

Con la primer gota de sol emití un gran bufido. Salté a la mar y comencé a nadar, como siempre, buscando algo para comer. Subí al rato a mi islote de rocas, y me acosté con la panza llena. Un montón de enemigos y ella, hermosa, con su gran aroma, siempre pavoneándose, interrumpieron la paz. Alcé mi nariz bigotuda y, sin pensarlo dos veces, me paré y comencé a perseguirla. El ambiente estaba caldeado, la pelea era inminente. Yo no era en extremo grande, pero el valor y el deseo irrefrenable de que fuera mía llenaban mi pecho animal. La rodeé por detrás e intenté montarla. Un aletazo y varios alaridos quisieron apartarme. Di media vuelta y ataqué a un enemigo. Clavé fuerte los colmillos en su cuello, la sangre brotó de golpe, aunque, con mucha más experiencia, giró el cuerpo rápidamente y quedó detrás mío. Un gran dolor apareció en mi espalda, como un rayo eléctrico, punzante como mil agujas. Giré y caí al suelo arenoso. Y vi la muerte, natural y eficaz, en la forma de una gran cicatriz redondeada.

Hacía mucho tiempo que no me movía. Me arrastré, lanzándome al agua revuelta. Nadé con calma a través de las olas. Furiosa estaba la mar, y furioso estaba yo, porque iba a morir. Entendía mucho y no entendía nada. Como si alguien ajeno controlara mi cuerpo, me adentré en la bahía, ya con poca fuerza. El banco de arena me revolcó y me sentí indefenso. Ví la playa de arenas doradas y ví hombres caminando, algunas casas sobre una montaña verde de pasto. El viento de la diosa arrastró mi cuerpo hasta la arena y yo caminé como pude, lleno de espuma y sangre, rabia y torpeza. Un grupo de hombres curiosos se acercó demasiado, quizá pensando que estaba muerto. Levanté mi cuello y con un golpe monstruoso de dignidad grité lo más fuerte que pude, mostrando mis colmillos, alejándolos. Me sentí bien por ello.

Pasó la tarde con sus nubes violetas y blancas sobre el cielo. El viento nunca paró de soplar. El sol se postró en el horizonte, cuando los colores se hacían mágicos y luminosos. Apareció la luna, amarilla. Me retorcí de dolor y no pensé en nada por un largo rato. La energía se iba, yo me apagaba en la noche oceánica. Miré al cielo y pensé que las estrellas eran tan lindas como la mar. Y cerré los ojos.