martes, 7 de octubre de 2008

El caminante

Caminó unos pasos, se detuvo. Entró a una tienda de baratijas y compró un par de candelabros. No los iba a usar, pero importaba un demonio. Siguió, intrascendente, calle abajo, tropezando ocasionalmente con las baldosas sueltas, sin que nadie lo notara. Pensaba en las noticias y en la lluvia que llegaría por la noche. Era mediodía y hacía calor, un sol radiante y espectacular para el turismo. Sin querer esbozó una sonrisa: el mal tiempo igualaba los tantos. Sí, mañana nadie iría a la playa. Colocó las bolsas contra la pared de un negocio decadente de pizzas. Secó con un pañuelo el sudor de la frente. Aún queda un largo trecho hasta casa, pensó.

Recuperó el aliento, pero antes de dar el primer paso miró con insistencia a una mujer vestida de rojo, muy atractiva. Ella no devolvió la mirada, siguió caminando con su cartera pegada al cuerpo, maquillada y lista para ir a un lugar importante. Sintió un hueco en el estómago, quería comer algo pero no sabía qué. Esto lo molestó sobremanera. Decidió esperar. Si el tiempo volviera hacia atrás, tal vez podría llamar a alguien. Ahora no, ahora estaba solo, y tampoco tenía ganas de hablar con nadie.

Un profundo olor a basura removió cualquier pensamiento pasajero. El perfume urbano llegaba desde el callejón Saturno. Pudo ver a dos mendigos luchando por un envase de plástico. Desagradable imagen. Giró la vista a la izquierda y un gran convertible desfiló como en una película. ¿El conductor sería feliz? Debía dejar de mirar tanto a los demás y pensar más en él. La vida era un desastre, todo era tan común, tan enfocado y real. Inesperadamente, recordó un chiste viejo y se rió en soledad, mientras cruzaba una avenida importante.

Ya faltaba menos. Frenó y colocó un cigarro en la boca. Tuvo que cargar las dos bolsas con una sola mano. Pidió fuego a un taxista que esperaba un viaje. Le devolvió el encendedor sin decir gracias. Al taxista no le importó. Cruzó al trote unos semáforos en rojo y le tocaron bocina desde una camioneta de escolares. Levantó la mirada y un niño de no más de nueve años le hizo el signo de fuck you, mientras otros compañeritos se reían. Tres cuadras más para llegar. Las hizo en paz, con la mente en blanco. 1434, primer piso, miró hacia arriba a la persiana entrecerrada, gris. Sintió el olor aburrido y el calor bochornoso del hogar.

Quiso entrar, no pudo. De todas formas, ¿qué rayos haría en la casa? Saludó al portero, un miserable jubilado llamado Carlos. Caminó una cuadra, dos, se perdió entre la gente, mientras un atardecer anaranjado derretía el cemento de la ciudad. El hambre se había ido. Recordó..., sí, mañana llovería, mañana nadie iría a la playa. Y por un instante se sintió mejor , bajo el ala inmunda del egoísmo.

miércoles, 1 de octubre de 2008

El duelo

Bajo la luna reposa un búho en un conjunto de árboles. La luz es intensa, de una claridad reveladora, y los ojos del ave brillan con suspicacia. Se escuchan pasos acelerados. El campo está en silencio y cada sonido es perceptible.
Desde lejos llega la silueta de un hombre grande, cuyos rasgos faciales permanecen indefinidos en la distancia. Se acerca rápido, con un trote desesperado, y cierto jadeo que rompe la calma nocturna. En lo alto del ciprés, la cabeza del animal gira casi de forma irreal, vigilando, siempre expectante.

Desempaca un bolso con rapidez y comienza a cavar un foso con las manos. La tierra es húmeda y viscosa, negra como el sueño más profundo. Reúne hojas y ramas, tapándose con ellas mientras se acuesta en el agujero. Ha desaparecido completamente. Sin embargo, no está dormido y sujeta con firmeza un arma en las manos, dispuesto a matar.

Todo el cuerpo se estremece cuando reconoce el galope de varios caballos. Un espasmo adrenalínico golpea la columna vertebral y las piernas –que parecen flotar-, mientras el cerebro permanece frío como el hielo, fijo, repasando una secuencia imaginaria de golpes, humo y sangre. Una tímida ráfaga de aire mueve las hojas de los árboles, que provocan destellos plateados en la noche.

Son tres o cuatro hombres, no más. Si se mueve rápido puede salir con vida de la cacería. El grupo enfila hacia la isla de árboles en medio de la pradera. Las voces rígidas, emiten órdenes precisas: Búsquenlo, y métanle un tiro al hijo de puta. Desde el escondite, el perseguido memoriza la posición de los sujetos a través de las voces. Un misterioso instante de silencio paraliza la escena, como si el mismo diablo llamara a la muerte, que acude voraz, furiosa.

El primer disparo es un éxito y el jefe del grupo cae fulminado sobre la raíz de un ombú. El perseguido salta del foso y hace nuevo blanco, esta vez un hombrecillo pequeño y robusto, que recibe una bala mortal en el cuello. No tuvo tiempo ni de gritar. Rodando por el suelo, el perseguido evita escopetazos y se esconde atrás de un tronco. Silencio. Pasos furtivos. El que queda vivo se dispone a liquidarlo, rodeándolo con experiencia. Existe una calma obscena, antes de que cada hombre descubra su posición y crucen fuego entre sí, un duelo sin vencedores, porque ambos caen como bolsas de papas sobre la tierra empapada, que absorbe la sangre de las heridas.

El búho, único testigo, vuela lejos, vaya a saber uno a donde. De todas formas, los cuervos serán los dueños del paisaje cuando el sol ilumine la mañana celeste y pura, sin nubes en el cielo.