lunes, 23 de junio de 2008

--------acciónreacción--------

Quien más da, más recibe. El problema es darle a alguien que no entiende por qué le estás dando ni para qué. En este caso uno no recibe nada, o peor, se obtiene indiferencia.





Con la energía no se juega, si uno le da un puñetazo a la pared, la pared reacciona. Es algo cósmico, incuestionable. Y así con todas las cosas.





La lucha personal por conocernos, por sobrevivir, es una tarea que lleva a un egoísmo necesario.





Es fácil aparentar ser un tonto, un idiota sin cerebro.





Cuando un sueño se cumple, es necesario recrearlo inumerables veces en el cerebro, para escapar a la fantasía que habíamos generado previamente.





El olfato es la herramienta más poderosa de la memoria, un simple olor alcanza para lograr la teletransportación inmediata a otro tiempo y a otro lugar.





Cuando decimos sufrir por alguien, siempre estamos sufriendo, antes que nadie, por nosotros mismos.

domingo, 22 de junio de 2008

El vuelo


Salió a la calle y algo lo levantó por el aire. Ni siquiera pudo cerrar la puerta. Sintió tanta fuerza que no pensó en resistir. De hecho, tuvo que aceptar que volaba, y que él no controlaba nada. Subió alto y alcanzó las estrellas. El mundo se perdía en la distancia y el hombre sólo podía mirar hacia adelante, al universo oscuro e infinito que lo devoraba.

jueves, 19 de junio de 2008

Misión cumplida

Alguien había traicionado a la familia Maranzzano. Eso significaba sólo una cosa: la muerte. No había nadie más capacitado para matar que Fausto. La violencia inagotable que llevaba dentro del cuerpo había sido complementada con el uso de armas modernas. Esto lo hacía uno de los seres más peligrosos del mundo.
Los negocios de la familia mafiosa se extendían por varios países: en Marruecos, un señor llamado Marcus Hadji, no pagó lo que debía por un cargamento de cocaína. Decidieron enviar a Fausto.

Arribó a la ciudad de Fez en un día nublado y caluroso, con el único objetivo de realizar el trabajo. Fausto cargaba con unas cuantas muertes que, si bien lo habían hecho rico, no era el dinero lo que lo motivaba a actuar. Simplemente, la maquinaria del mal había echado raíces en su interior, y el mismo diablo parecía manejarlo como un títere frío y efectivo. Los trabajos de Fausto eran limpios: no fallaba, ni dejaba pistas. Sin embargo, Benito Maranzzano nunca había podido mirarlo a los ojos, y temía haber cometido un error al contratarlo. El jefe de la familia no era amigo del miedo y, ante la presencia de Fausto, un escalofrío recorría su espalda lentamente.

En las calles africanas, todo se movía de manera rápida y desorganizada: miles de autos atascados, hombres y mujeres –ellas con sus rostros tapados- caminaban ante la vista del asesino. Fausto tomó un taxi hasta el hotel y descansó con la nueve milímetros en la mano derecha.
Por la mañana verificó las instrucciones del jefe, obtenidas a través de un informante marroquí que trabajaba en la policía secreta. Sabía perfectamente dónde y cuándo atacar: a las diez y media de la mañana, Marcus Hadji tenía la rutina de caminar por el parque de su mansión, ubicada en un valle entre montañas. Un nuevo escenario de muerte que sería conquistado por Fausto. En esto iba pensando mientras manejaba hacia la cordillera de Rif, en las afueras de la ciudad.

Se instaló con el rifle en una loma, al resguardo de arbustos. Desde allí tenía una perfecta visión del parque por donde caminaría Hadji. Miró una vez más la foto de su futura víctima y esperó a que llegara la hora señalada. Cuando el reloj marcó las diez y treinta minutos, una persona con turbante salió de la mansión, con un cartel en las manos, emulando a una promotora de boxeo. Fausto, a través de la mira telescópica, se sorprendió al leer dos palabras en su propio idioma: estás muerto. Un segundo le bastó para comprender la trampa del jefe, justo antes de que una bala le atravesara limpiamente la cabeza.

miércoles, 11 de junio de 2008

Paraíso perdido

Un pabellón oscuro y la luz se filtra por una rendija, como una cascada macabra. Algunos roedores se muerden entre ellos por pequeños restos de comida y, un poco más lejos, personas duermen ajenas a la pesadilla de la vida. Hay que taparse los ojos para no ver lo poco que queda de la belleza. Un paraíso perdido, el resultado de la locura que arrebató la Tierra, cuando no había más alternativa que empezar todo de nuevo. Afuera del refugio en que se ha convertido el viejo hospital, las calles están semi vacías, y la gente pulula como fantasmas, ataviados en ropas desvencijadas que han perdido todo rastro de color. A veces se pueden ver inscripciones borrosas de las universidades y las ciudades de antaño, y uno siente nostalgia, impotencia y culpa. En sueños desesperados revive el deseo de recuperar las cosas comunes que teníamos antes. Pero no hay tiempo para distraerse, nosotros debemos sobrevivir.

Más a lo lejos, mientras camino sigilosamente, escucho gritos y ruidos de violencia: un hombre está siendo asesinado por una pandilla. Observo la escena como tantas otras veces. Lo golpean rabiosamente, y le roban lo poco que tiene: unas botas detrozadas y algún pedazo de pan. Han proliferado algunas pandillas que se mueven como culebras en las calles. Si uno no está atento puede morir antes de tiempo. Trepo una escalera con miedo a que se desprenda de la pared y llego a un balcón de un edificio abandonado. Mi intención es permanecer allí hasta que los asesinos se alejen. Hace días que no como algo sólido y estoy débil, por eso no es sorpresa cuando mi cuerpo pega contra el piso -puedo imaginarme visto desde afuera, como en un plano de una película tragicómica- y pierdo el concocimiento.

Despierto con un nudo en el cerebro y tardo muy poco en darme cuenta de que algún hijo de puta me ató mientras dormía. Intento mover las manos y los pies pero es imposible. No quiero emitir sonido para no llamar la atención. Repto por el piso -yo también soy una culebra en esta ciudad- para buscar el filo de un vidrio roto. Apenas logro elevarme del suelo y comienzo a friccionar la cuerda para soltar las manos. Gasto la poca energía que tengo pero lo logro. Después, las cuerdas de los pies. Estoy libre y con mucha rabia. Tomo un palo de madera y me escondo en las sombras para esperar, de todas formas me han robado la comida y el anillo familiar. Espero horas y no llega nadie, entonces resuelvo irme a la calle con la poca vida que me queda. En ese momento escucho pasos y vuelvo a ubicarme detrás de la puerta. Alguien entra y me abalanzo sobre él, asestando un golpe fortísimo en su estómago. Se dobla en dos y cae de rodillas al suelo. Le doy un golpe más para asegurarme que no se levante, y lo reviso. Encuentro mi anillo; la comida no está. Quizá sea yo también un asesino más, no lo sé, supongo que sí.

De vuelta en la calle voy al callejón de siempre. Los dos últimos años he vivido y buscado refugio allí. Tengo cuarenta años y ningún plan a largo plazo. Muchas veces me pregunté si era conveniente seguir luchando en estas condiciones, si no sería mejor dejarme ir como una piedra rodante, de una vez por todas, hacia el abismo sordo de la muerte. Y aqui estoy, aún vivo, aunque preferiría estar muerto, por más que suene dramático. Es la realidad que pesa sobre mis hombros con todo el terror imaginable y, sin embargo, la naturaleza pervive en mi ser...es el instinto impulsivo de vida.

Despierto atormentado, entre gritos y corridas. La paz es una palabra irónica. Mientras dormía, algún miserable se robó las botas que llevaba puestas. No me di cuenta. Maldigo al aire, en gritos blancos y vacíos, porque nadie me va a escuchar. En la calle, dos pandillas luchan por el control de la manzana. La ambición sigue un curso infalible, conquistando corazones hasta dejarlos sin latidos. Robots. Me arrastro entre la multitud, que se debate en una lucha encarnizada sobre la acera, me paro con inmensa dificultad sobre mis piernas y, con un último suspiro, pido a gritos que alguien me mate. Lo último que oigo son pasos ruidosos a mi espalda y agradezco la absurda situación de que alguien haga caso a mi pedido final.